Recuerdo los primeros libros que tuve entre
mis manos: cinco novelas de aventura en tapa dura, con letras doradas, que
daban forma a la colección Clásicos
Universales. Fue un regalo de mi madre cuando yo tendría cuatro o cinco
años. Me tomó tiempo comenzar a leerlos, a diario los observaba en un rincón
de la biblioteca, sabía que eran míos, imaginaba el misterio que llevaban encima.
Alguna vez iba a atravesar sus páginas.
Mi hija Camila pronto va a hacer la
Comunión. La biblia que utiliza en cada clase me acompañaba al catecismo hace
treinta y cinco años. También mi madre fue la artífice de ese regalo. Como
observarán, soy dado a conservar ciertas obras que, vistas en retrospectiva,
funcionan como espejos a la hora de escudriñar en el pasado.
Hace poco me dio por hojear el
“Diccionario Práctico EASA” con el que mi pequeña resuelve rompederos de cabeza
a propósito de las palabras. Ha sido la
directa heredera del libraco que una tía me obsequió a los cinco años porque su
sobrino era entrometido y preguntón. Según ella, resultaba poco menos que
imposible mantener por diez minutos el hilo de una conversación entre adultos
sin que esa ardilla metiera sus narices lanzando a quemarropa interrogantes
sobre qué era nauseabundo, inverosímil, axila o traqueteo.
Es curioso, pero cojo el EASA y al notar
cómo dejé huellas en él, pienso que algunos textos son también cortes
geológicos, capas superpuestas como esas que se dejan ver en las excavaciones
arqueológicas. De algún modo parte de tu historia queda ahí, al aire libre,
legible si te das a la tarea de reconstruir fósiles, empalmar épocas y analizar
sedimentos.
Guardo en la memoria la viva imagen de mi
madre forrando los cuadernos. Segundo grado me hacía sentir mayor. Quedaba
atrás el kínder, a lo lejos recordaba andanzas con la maestra Báez, de primero
“A”. Comenzar segundo no sólo era emocionante sino también un reto: el libro de
lectura lucía considerablemente gordo, me habían comprado un compás y un
transportador (¿qué diablos era eso?) para hacerle compañía a la solitaria
regla con que aprendí a trazar líneas rectas, quebradas, inclinadas y demás
misterios por el estilo. Y por si todo lo anterior fuera poco, Laura, con su
cabello recogido en una cola de caballo, me hacía latir el corazón más de la
cuenta.
El diccionario finalmente estuvo listo.
Forro de papel azul con rombos blancos, forro de plástico encima, y en el medio
una etiqueta para identificarlo. Lo abro en el presente mientras Camila colorea
páginas de sus tareas, pienso en el colegio, pienso en el niño que fui y en la
niña que es mi hija. Pienso en Daniel, más pequeño que ella aún, y me digo el
lugar común que nos aplasta las narices: “los tiempos cambian, uff, los tiempos
sí que cambian”. Y es bueno que sea así.
Mierda, culo, vaina, coño, aparecen
encerradas en un círculo con tinta negra. Me veo leyendo esas palabras en el
diccionario, absorto, sorprendido, preguntándome por qué razón están ahí. ¿No
era ése un libro serio? ¿No era un objeto que usaba la maestra? ¿Cómo es que de
pronto contiene palabrotas? Puta, pendejo, ñoña, me producían la sensación de
que las cosas no estaban en su sitio, de que ese vendaval de términos
prohibidos cabían también en una parte semiiluminada de la escuela. Era
contradictorio, era un descubrimiento que me confundía.
Continúo mirando el libro, noto mi firma en su primera página,
debió ser a los seis años. Luego observo otra, quizás ya a los siete u ocho.
Veo incluso una adicional, muy distinta, una rúbrica sin dudas imitando a
aquella de mi padre, imposible de leer, un verdadero garabato. A semejantes
alturas, sexto grado diría yo, me sentía un hombre, un hombre grande, alguien
diferente a esos mocosos insignificantes de tercero, cuarto o quinto.
La verdad es que esa línea temporal que
implica un libro largamente usado por nosotros lleva las marcas de lo que hemos
sido. Si abres los ojos hallas pistas, la punta de algún hilo que puede
arrojarte al ovillo que ahora eres. Paso las páginas: un corazón dibujado con
marcador rojo, atravesado por una flecha verde. Una frase escrita en cuti:
cutilecutivoy cutiacutipecutidircutiuncutibecutiso. Las iniciales de varios
nombres clave: B.A.M., María A.P., A.L.R.G., y también algunos sueltos, desafío
abierto para entrometidos capaces de hurgar en mis secretos: Luciana,
Alejandra, María Eugenia.
Camila termina su tarea. Ordena los
cuadernos, recoge desperdicios, guarda todo en su morral. ¿Me permites?, y
entonces cierra el diccionario, lo coloca junto al resto de los útiles. Se
lleva el fardo hasta su habitación sin saber que ahí también voy metido de
cabeza.
2 comentarios:
Brillante, Vilain... ojalá que pueda recrear mis memorias con tu maestría.
Brillante, Vilain... ojalá que pueda recrear mis memorias con tu maestría.
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