Hay quienes piensan la vida como algoritmo,
o ecuación, es decir, fórmula
prefigurada que transitamos partiendo de A con ánimo de llegar a B. Y se
acabó. Menuda forma de atravesar este valle de lágrimas, o de alegrías, o de
las dos según se vea.
En lo personal me gusta andar caminos que
sin duda complican las cosas pero terminan obsequiando trozos de felicidad que
para qué te cuento. El asunto exige una dieta a contrapelo de cuanto aparece en
el diccionario, en las escuelas, en los libros de Coelho y demás recetarios por
el estilo. Para medio mundo hurgamos, registramos, intentamos aprehender esto
que llamamos existencia porque somos bichos capaces de pensar. La razón,
entonces, como faro, Descartes transformado
en sumo sacerdote y punto: el saber llegando por añadidura. Me parece que la
savia de lo que nos rodea, de la vida hasta su último filón llega además en
función de otros modos de escudriñarle la nariz. Otros mucho más asombrosos,
eficaces, enriquecedores.
Para demasiada gente existir es respirar
tranquila en la chatura de sus días. Piensan, claro, luego existen. Yo incluyo
en el asunto a la fantasía monda y lironda. Los sueños, la imaginación, lo que
tantas veces se esconde debajo de la alfombra es también una manera de buscar,
es otra ruta de aproximación a lo que vamos siendo, ojo fabuloso que despliega
mil y un horizontes imposibles de contemplar si lo desechamos sólo porque las
actividades cotidianas hacen de la razón deidad única y totalizadora.
Creo que la imaginación es una cantera de
pensamiento extraordinario, los sueños una callejuela con mucho que decir a
propósito del conocer, la fantasía un mecanismo de relojería sin parangón a la
hora de vislumbrar facetas, perfiles, rostros nuevos del vivir incapaces de
dibujarse a plenitud cuando nada más utilizamos para ello el herraje de un
puñado de neuronas haciendo sinapsis cartesianamente. Qué va, no somos bípedos
razonadores: en verdad somos animales que sueñan, lo cual es bastante más ambicioso
y divertido que andarse por ahí como si con lo primero obtuviéramos de golpe las
llaves del Paraíso.
Desde que nacemos la mayoría se empeña en
acabar con el iluso que llevamos dentro, estupidez que procura seres de lo más
formalitos, adultos planchados y almidonados buenos para despellejar los días y
las semanas a fuerza de cruda razón pero castrados para dar un paso más: correr
a sus anchas por otros recovecos, justamente los que exigen usar el lado oscuro
del cerebro, tomarse unos tragos con Dionisos, levantarle la falda a ciertas
damas circunspectas. La verdad es que poco aprendemos a soñar. Poco hacemos por
darle una palmadita en el hombro al niño que en el fondo puede hallar nido en
nosotros, al punto de que la realidad termina cuadriculándose en función de un arcoiris
blanco y negro. Triste, muy triste, pero cierto.
Prefiero el mundo como ovillo. Me gusta
verme como gato zaranjeando ahí, maraña de estambre y pelos y descubrimientos.
El mundo, desde luego, sin corbata y sin paltó. En eso creo de cabo a rabo. Cada
quien con sus vainas.
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