Me gusta escribir y leer en los cafés. Aprecio
mucho más a las ciudades por ese regalo invalorable que extienden desde
bulevares, plazas o locales mínimos abriéndose paso en las aceras.
Tengo amigos que llaman pan al pan y vino
al vino, es decir, van a los cafés con
ánimo de chismorreo, se dan de bruces con la gente, con el día a día
empaquetado en un guayoyo o un marrón, y de ahí al trabajo, al hecho cotidiano
que se repetirá sin falta durante toda la semana y listo, se acabó, mañana será
otro día. Yo, que le busco la quinta pata al gato, resulta que los considero
espacios para la contemplación, sitios donde la vida va y viene en plena
ebullición, en completo estado de entrecruzamientos permanentes, por lo que
llegar a ellos, tomar asiento, observar en silencio, abrir un libro o escribir
este artículo mientras enciendo un tabaco se parece mucho a un ritual sin el
que la tarde no muere, no se completa del todo. Un café es ese Aleph donde todo
existe y confluye: la azarosa trashumancia de nuestra cotidianidad que es posible
acariciar con las manos.
Es impresionante lo dispuestas que andan las
personas a hablar de cualquier cosa mientras el con leche se termina. Para
ellas la mesa de un café no se distingue de una de billar o de ping-pong, no
presenta mayores diferencias con la de un bar o con la de un tahúr. Un café, lo
que se dice la mesa de un café, es para mí templo sagrado en el que busco
reflexionar en paz cada pendejada que me atraviesa las sienes, y en
consecuencia llego a ella con la actitud del peregrino subido al altar de sus
dioses para desde ahí trajinar mejor sus dudas, sus enigmas, sus interrogantes.
En los cafés leo, y leo mucho, y también escribo y miro atardeceres y pienso y
luego existo, claro, y hasta mando para el mismísimo carajo a media humanidad y
a la madre que la parió (políticos e intelectuales en primer lugar, no faltaba
más). En fin, sentarse en un café tiene para este servidor connotaciones
distintas a las de la mayoría, qué le voy a hacer, lo cual genera situaciones
lamentables de las que acabo por huir espantado tan pronto comienzan a
manifestarse.
Leo a placer, sobre la mesa dejo dos o tres
libros que suelo hurgar como un roedor, mi libreta para anotar vainas también
ocupa su lugar, el marrón humeante está donde debe estar, el fajo de hojas
blancas, el vaso de agua helada, el tabaco entre el índice y el medio, y
entonces Julio o Pedro o Luis José que interrumpen como les da la gana, y
después Ramón y Bernardo, y luego Manuel, Francisco, Leandro, Antonio o Mario
hacen lo suyo, aunque sólo falte sobre mi trinchera un letrerito que diga: “Se
agradece no joder, coño, estoy leyendo”. Hay que ver cómo cualquiera te saca de
lo que estás haciendo, hace de tu concentración una papilla que luego debes
tirar por el desagüe. Es increíble la manera en que te encuentran absorto y qué
diablos, se sientan sin mediar palabra, te dan una palmadita y preguntan por tu
suegra, llegan para saber qué lees, que escribes, qué piensas sobre la última
bolsería de Nicolás Maduro o sobre la goleada que le propinaron a la Vinotinto.
Mi abuela hablaba de respeto, de
consideraciones, solía decir que era bueno practicar el arte de ponerse en los
zapatos de los otros. Eso intento cada minuto de mi vida. Lo último que deseo es terminar siendo un
moscardón zumbante en orejas de terceros. Pero cómo abundan, santo Dios. Cómo
se multiplican estos bichos.
2 comentarios:
Muy buen texto amigo Róger. Me recordó un pequeño texto que escribí hace algún tiempo también sobre los cafés. "Los cafés que tanto agradan" se llama. Tuve la insolencia de publicarlo en un libro digital http://issuu.com/manuelvasquezcarmona/docs/todos_los_textos_-_manuel_v__squez_ (el texto se encuentra en las últimas páginas) a ver qué te parece. Nos seguimos leyendo, Róger, a ver si nos quitamos esas plagas y compartimos un café por ahí. Un abrazo
Gracias por escribir, Manuel. Sí, es bueno espantar plagas a fuerza de café del bueno, conversa mediante. Acepto el reto, pues. Diga usted cuándo y dónde.
Saludos mientras tanto.
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