De niño juraba que llegar a adultos era
cosa sin complicaciones. Me rebanaba los sesos develando el misterio pero nada,
imposible dar con el mecanismo que propiciaba de golpe y porrazo tal
metamorfosis. Imaginaba simplemente que un buen día entraba en mi habitación y
despertaba luego noventa centímetros más alto, con canas y bigotes y pastillas
para la tensión sobre la mesa de noche. Viéndolo desde el presente, una alquimia menos llamativa que esa otra
responsable de convertir el plomo en oro, en la que también creía de pe a pa.
El hecho de que mi padre fuese mi padre,
con su metro ochenta y yo con mi metro diez, el enigma de que alguien fuese más
trigueño o menos lacio, más alto o más bajo, dientón o con los incisivos parecidos
a un grano de arroz, me quitaba el sueño a diario. ¿Cómo llegaba uno a ser
grande? ¿Cuándo se lograba el cambio? ¿En qué momento proliferaban las arrugas?
¿Por qué no había pistas, ni huellas del proceso ni forma de espiar cuanto
ocurría? La explicación era una, ya lo he dicho: cerrando los ojos y yendo a la
cama, en algún momento escogido por Dios o quién quita, a lo mejor por la mismísima
Santa Eduvigis -de quien mi abuela era devota y de cuyo rostro había imágenes
por toda la casa-, se daba la transformación.
De cierto modo éramos Gregorios Samsa aún sin saberlo, fieles subsidiarios de
una fatalidad que a todos nos tocaba.
Un adulto era eso, misterio que me impedía
dormir a veces, gente alcanzada por el rayo transformador de la divinidad,
llena de achaques, miope las más de las veces, habitante de un mundo diferente
al mío por donde lo viera. Entonces me hice adolescente. Crecí. Mi padre me
llegaba a la nariz, tuve que comprar afeitadoras, ya no usaba pantalones
cortos. Ahí supuse que la humanidad se dividía en dos: los adultos por completo
adultos, trasplantados de la infancia a una tierra de nadie a partir de cierta
edad, y los adultos que lo son gracias a que se expandieron como el hule,
pasaron de los ocho a los cuarenta y dos porque la niñez es un chicle que por
fortuna se estira.
Cada vez que leo a Cortázar termino por
reconfirmar la regla. Un maniqueísmo de lo más encantador cubre la Tierra : Cronopios, Famas y
en el medio Esperanzas, esos individuos que perdieron el tren al Paraíso, conformes
ya con ser veletas, esclavos de las circunstancias, peleles para siempre entre
dos aguas.
La verdad es que disfruto recordando estas
cuestiones. Pendejadas de la edad, dice un amigo con quien comparto delirios
parecidos. Hoy en día veo niños envejecidos y también ancianos que todavía
buscan su Vellocino, lo cual es muy estimulante con lo podrido que anda el
patio. Es lo que pretendo enseñar a mis hijos: la realidad puede ser de otra
manera.
En cuanto a mí, sigo leyendo a Cortázar,
que era un muchacho a los setenta y tantos y tengo la impresión de que Alicia
en el país de las maravillas fue con justicia Alicia en el país de las
maravillas porque metió de lleno la nariz en el espejo, asunto muy serio si a
ver vamos, sobre todo cuando medio mundo está empeñado en irse a la cama,
cerrar los ojos y despertar siendo el mismo cada mañana, así tal cual, una tras
otra, hasta el fin de los tiempos.
1 comentario:
Yo también disfruto recordando las fantasías de mi niñez, quizás también porque mi realidad adulta es demasiado complicada y triste.
Saludos!
Publicar un comentario