Sábado 26 de julio, tres y media de la
tarde. Me acerco a uno de los pocos cafés que en esta ciudad mantiene una
terraza -destartalada, gris, pero
terraza al fin- y da cobijo a voces de
cualquier pelaje. Dos borrachines conocidos en la mesa de al lado, tres señoras
en la otra. El bebedor de más edad me ve y saluda como si fuese un amigo de
toda la vida, dando la impresión de que se ha adueñado del mundo y sus
alrededores. Devuelvo el saludo. Entonces pido mi taza, pido agua mineral,
enciendo un Don Quijote -vaya nombre literario para un tabaco que me acompañará
junto a Paul Auster y la hermosa edición de La
música del azar que hallé hace poco en la Latina-.
La señora gorda, en la otra mesa, abre un
periódico y comenta algo en voz baja, luego sorbe un poco de su jugo para
continuar gesticulando, diciendo, llevándose por delante cuanto problema echa
afuera el manojo de papeles que tiene entre las manos. Logro pasar la vista por
algunos titulares: nada extraordinario, el mismo país, siempre el idéntico
reflejo transformado en tinta que una realidad desquiciada vomita a modo de
tabloide vespertino. Acaban de atrapar
-resalta el titular- a un funcionario
del gobierno en Aruba. Sospechan de narcotráfico, o cosa parecida. Unas líneas
más abajo apenas rozo cierto comentario sobre el “Comandante Eterno”. Blablablablá.
A un caudillo. A eso terminó por rendirse
este país. Tampoco es algo nuevo en la historia de América Latina e incluso de
Occidente. No hay prácticamente pueblo alguno que se haya resistido en el
transcurso de su devenir al canto de estas sirenas tan particulares. Un
caudillo, mesías capaz de convertir en oro una tinaja llena de excrementos
gracias a la varita mágica del lenguaje y su histrionismo, es justo el virus
que recrudeció aquí desde hace tres lustros. Intelectuales, políticos,
empresarios, estudiantes, gente de la calle, profesionales de todas la raleas,
obreros, vagos, inteligentes, brutos redomados: un líder carismático no tiene
miramientos, embruja y ya, engulle y ya, destruye y ya, tritura y ya. Y si no
pregúntele a Heiddegger, pregúntele a quienes doblaron la cerviz frente a un
Chávez con vértigos de popularidad, barbaridad y disparates. Pregúntele a Neruda
o a Silvio Rodríguez, a Luis Alberto Crespo, Chalbaud, Pereira. La lista puede
ser interminable.
Doy una chupada y pienso en Camila. En
Daniel. La única vacuna contra lo anterior es aprender que el populismo, en
todos los planos de la existencia, termina siempre reventando la vajilla,
demoliendo lo poco o mucho que estuviera en pie, cosa que supone educar desde
el fondo, desde lo profundo, y a veces ni así. ¿Y cómo se aprende semejante
asunto? Tómate tu tiempo, Daniel, abre bien los ojos y mira por dónde van los
tiros, pequeña Camila. Se me ocurre ahora, vaya uno a saber por qué razón, que
comprendas tú, y tú, que el mundo es bastante más que una hamburguesa, que
lleva en sus entrañas mucho más que la clase de historia en el colegio. Ten en
cuenta tú, y también tú, que el café descafeinado, que el edulcorante exigido
con pomposidad por la señora de la mesa contigua cabe en la palma de la mano,
es una minucia. Ten presente que también hay un La Tâche 1929 o un Montrachet
dormitando en el olvido, que hay Edith Piaff y La vie en Rose -¡cómo te
fascina esa canción, chiquilla!-, y hay Jacques Brel y besos que se pueden dar
bajo la lluvia. Abre el abanico, verás que hay otras cosas.
Me da porque pienses, mientras caminas por
una calle de pueblo atestada de transeúntes y de escombros en los que nadie
repara, en lo afortunado, en lo afortunada que has sido al poder dar justo ese
paseo y entristecerte o maravillarte por tanta cosa desapercibida. Siéntate en
la mesa de un café sencillo y échale un vistazo al señor de enfrente que,
vestido con sobria humildad, saca de una caja una pastilla y bebe con ella un
sorbo de agua con la fe del universo puesta en su posible curación. La
esperanza sólo existe cuando vamos siendo humanos.
Deslízate hasta un lecho de enfermo, ve lo
que hay en cualquier hospital desvencijado, ¿reconoces ahí el sufrimiento de los
otros? ¿Los ves acompañados de la misericordia o la alegría que alguien regala?
Anda, pasa y averígualo tú mismo, descúbrelo tú misma. Horrorízate o llénate de
paz según el caso. Detente alguna vez ante el portal de una casona vieja y
vislumbra cómo el tiempo hace tan bien lo suyo. Mira cómo los muros, grises,
hunden sus uñas en épocas ya idas. Pásmate al pie de semejantes monumentos.
Piensa en la alegría y en la tristeza, en
la grandeza o mediocridad de una existencia humana. Busca respuestas en la
calle, en los supermercados, en las panaderías, palacios y suburbios. Ve al
teatro, entra al cine, escucha discos, devora los libros que quieras.
Encontrarás de todo en ellos, tal como en la vida misma, y eso enseña.
Si quieres afligir tu corazón llega a una
parada en el centro y observa con cuidado una perrera, esos miserables trastos
que hacen las veces de transporte público. Descubrirás ahí el lazo entre lo
premoderno y lo moderno: una vía infecta olvidada por Caronte y sus acólitos.
Averigua también quién es Caronte. Recuerda ahora que todos somos culpables y
fíjate entonces que para hacer más pequeña esta verdad tienes que pensar por ti
mismo, separar paja de trigo por ti misma, lo que al fin y al cabo requiere de
esa libertad que sólo pudimos obtener después de mucha sangre derramada.
Detente en lo mucho que te gusta la música, en el temblor de hoja que
supone un poco de Mozart mientras escudriñas aquel libro, esta postal, una nota
manuscrita y gozas cada línea como si fuese la última, hasta que alguien te
interrumpe porque la cena estuvo lista.
26 de julio, cinco y media de la tarde.
Paul Auster continúa sobre la mesa. Doy otra bocanada: las volutas juegan a su
antojo. Entonces pongo el bolígrafo a un lado y dejo de escribir. Suena el
teléfono. En casa quieren que lleve no sé qué en spray para aflojar herrajes. Pido la cuenta, pago y me voy.
3 comentarios:
Y después de todas esas idas y venidas ponte a escuchar a Edith Piaf y su Non, Je ne regrette rien...
Lo haré, amigo, lo haré...
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