Hace algunos
años, mientras estudiaba literatura en la Universidad de Los
Andes, noté que las teorías, que los mecanismos de aproximación a ella sufrían
una especie de partenogénesis a propósito del todo que pretendían conformar.
Existía un modo, científico, aséptico, que apelaba a la cirugía lingüística y
cuyo estandarte fundamental reposaba sobre el hecho literario estéticamente
autónomo, inmanentista, ajeno al mundo exterior que trasciende el texto y su
perfecta y objetiva deriva, y había otro, pragmático, mucho más empírico o a
caballo entre ambos modelos, que terminó por deslumbrarme hasta el presente.
La primera
de estas concepciones, es bueno decirlo desde ya, me ponía los pelos de punta.
Por mucho que toda una corriente de pensamiento sostuviera que los estudios
literarios funcionaban mejor y daban en el blanco con puntería refinada al
transformarse en laboratorio o en quirófano, y que toda obra literaria lo es en
función de la relojería interna que la constituye -razón por la cual es preciso disectarla para entenderla mejor y, acaso,
saborearla mejor-, lo cierto es que desde esos días su contracara arrojó un gancho
que aún hoy continúa siendo el estímulo, el motor capaz de hacerme gozar en el
intento de escrutar los vínculos, relaciones, vasos comunicantes, pasadizos o
puentes entre la literatura y la vida cotidiana, monda y lironda, que día a día
emprendemos tal como si nada. Esa contracara supone vislumbrar la crítica como
actividad diferente, en su hacer, al de un Formalismo Ruso, pongo por caso, y
en general al de la tradición clásica estructuralista proveniente de Praga.
Parto
entonces de una premisa incierta para buen trozo de la tradición crítica. La
literatura no es un compartimento estanco o una cápsula de entrecruzamientos y
vínculos propios ajenos a un contexto mayor, sino por el contrario, dibuja un
todo conformado por una red de relaciones donde el texto, pero también el resto
de los elementos existentes en los procesos de comunicación, tienen mucho qué
decir. Así, la literatura se alimenta de la vida, del magma que bulle en el
plano de lo social, y viceversa. La literatura vista entonces no como hecho
ahistórico cuyos múltiples engranajes permanecen desinfectados, refractarios a
la literatura misma: en ella la rueda de lo contextual, de la obra y del
receptor, del momento de la emisión, de la cultura que la genera o la recibe,
danzan y se mantienen en contacto, interactúan, contaminándose, en un proceso
que no acaba y que es tan diverso como diversas son las condiciones que rodean
la creación e interpretación de un texto literario.
Si aceptamos
que el plano específico de la literatura viene dado sólo por las
características inherentes al lenguaje que la hace posible[i], aceptamos entonces que
aquélla es una manera particular de referir, exenta de canales cuyos
entrecruzamientos permiten crear un universo íntimamente vinculado con la
historia, con la sociedad, con la vida humana. “La poesía se centra en el signo
y la prosa pragmática en el referente”, escribió Jakobson[ii]. Cuándo él mismo se
pregunta: ¿”Cómo se manifiesta la poeticidad?”, y de seguidas sostiene que
“cuando las palabras y su composición, su significado, su forma exterior e
interior adquieren un peso y un valor autónomo en vez de referirse
indiferentemente a la realidad”[iii], tal concepción
entronca, como es obvio, con su idea acerca de las estrategias verbales que
posibilitan la existencia de la literatura.[iv] Estrategias verbales que
enfrentan a la postre un manojo de contradicciones imposibles de deshacer, pues
pareciera que el discurso literario, para ser lo que es, requiere asimismo y
como mínimo de un contexto y de un hecho adicional que resultará por completo
fascinante: la disposición subjetiva de un receptor capaz de aportar sentido a
lo que lee. Como puede verse, lo anterior no es poca cosa.
Durante mis
años de estudiante universitario descubrir el efecto del lector significó
hallar, así lo consideré y así lo considero aún, la otra cara de la medalla.
Entre el autor y el lector, teniendo al texto como protagonista, se abría un
mundo de posibilidades creativas, de guiños, de complicidades, de
enriquecimiento cuyo fundamento era la obra literaria misma. Ésta no poseía ya
la condición de adminículo inamovible, de características o cualidades
inmanentes, sino todo lo contrario, es decir, obra abierta[v] que propicia una marejada
de significaciones cambiantes, diversas, capaces de, a través de la elaboración
artística, hurgar en el fondo común del alma humana.
Desde la
perspectiva fenomenológica Edmond Husserl, J. Hillis Miller, Georges Pullet y
otros autores trabajaron en función de describir cómo se manifiesta el mundo a
la conciencia. A partir de sus ideas la crítica fenomenológica pretendió
dibujar, sistematizar, evidenciar el universo presente en la conciencia del
autor tal como éste lo expresa en su quehacer artístico, es decir, en su obra.
Aquí empiezo a entrever la crítica que me interesa. En el “Reader Response Criticism”, alentado por Stanley Fish y W. Iser,
efectivamente el receptor considera la obra como aquello que se manifiesta, que
aparece frente a su conciencia[vi], relacionada al extremo
con su bagaje de experiencias y su cultura. Eureka. Autor y receptor fraguando
una realidad múltiple y porosa. Más adelante Hans Robert Jauss se apoya en los
hombros de Dilthey y Gadamer y la crítica que propone desmenuza con ahínco los
tablones interconectados que desde el texto vinculan a quien escribe y a quien
lee. Una pieza literaria, así, parte en esencia de un “horizonte de
expectativas”, de tal manera que su interpretación no sólo exige ahora la
experiencia, la cultura, el “horizonte” de un lector determinado sino que se
sustenta además “en la historia de la recepción de una obra y su relación con
las diversas normas estéticas y conjuntos de expectativas que permiten leerla
en diferentes épocas”.[vii] Como ya había sugerido
Dilthey, en el plano de las “geisteswissenschaften”,
o ciencias del espíritu, comprender un texto lleva aparejada una experiencia
particular y novedosa: el lector hará las veces de resucitador, es decir, a
través de su experiencia renovará el entramado vital que bulle, que se
encuentra expresado en todo texto.[viii]
Alguna vez
la doctora Carmen Luisa Domínguez, lingüista de la Universidad de Los
Andes a quien siempre admiré gracias a las experiencias únicas de sus clases
tanto en pregado como en postgrado y debido a su notable excelencia académica,
me dio a leer un libro en función del seminario que en cierta ocasión
llevábamos a cabo. Se trataba de “El
lenguaje como semiótica social”, de Michael A. Halliday. Confieso que lo
leí aturdido y al mismo tiempo fascinado. En mi incipiente travesía por las
aguas de la lingüística sentí que conectaba con ese manojo de cuartillas que de
pronto había llegado a mis manos. Esas ideas, la exquisita agudeza intelectual,
los razonamientos y argumentos del profesor Halliday, empalmaban, dialogaban
frenéticamente con Gadamer, con Dilthey,
filósofos a quienes por aquellos días me acercaba con tanta curiosidad como
timidez. En cierto punto Halliday sostenía que “el lenguaje sólo surge a la
existencia cuando funciona en algún medio. No experimentamos el lenguaje en el
aislamiento -si lo hiciéramos no lo
reconoceríamos como lenguaje-, sino siempre en relación con algún escenario,
con algún antecedente de personas, actos y sucesos de los que derivan su
significado las cosas que se dicen. Es lo que se denomina ‘situación’, por lo
cual decimos que el lenguaje funciona en ‘contextos de situación’, y cualquier
explicación del lenguaje que omita incluir la situación como ingrediente
esencial posiblemente resulte artificial e inútil”.[ix] El “horizonte de
expectativas” de Gadamer así como la “situación” de Halliday parecían apuntar
sin duda hacia ámbitos más o menos comunes.
Partiendo de
lo anterior, creo que la labor del crítico es una que se dilata entre mínimo
tres puntos fundamentales: el autor, el texto-contexto, el receptor. Sé que las
teorías inmanentistas han realizado aportes significativos innegables al
considerar, al enfocar sobremanera el tejido interno de una obra literaria,
pero creo asimismo que intentar dar con la cualidad intrínseca de la literatura
echando mano sólo del texto como entidad autónoma, lleva a callejones sin
salida y, finalmente, a girar en círculos, cuestión que tarde o temprano
debilita el edificio teórico que se pretende erigir.
La crítica
para la que toda obra literaria es una cerrazón sin conexiones con la historia,
con la vida humana imbuida en sus miserias y grandezas, resulta a la postre una
labor tan oscura, tan pobremente
abstracta a mi juicio que termina convirtiéndose en reducto inerte para
iniciados exquisitos. ¿A quién le habla el crítico? ¿A un puñado de
especialistas? ¿A un gremio o a una
industria cultural? ¿A un grupo infinitamente más amplio, no experto,
necesitado de puentes entre él y las obras, de orientación y de formación del
gusto? La actividad del crítico no supone
-nada más alejado de ella- el
quehacer de un onanista sino su polo opuesto, la antítesis del hermetismo
cosificado e intrascendente. De cierto modo es la voz que clama en el desierto,
un polemista, un librepensador quien ejerce la crítica literaria y a la vez, en
los tiempos que corren, hace crítica cultural. Desde esa óptica implica hasta
cierta medida un guía inteligente, porque abre puertas y confronta, debate, da
algunos golpes sobre la mesa, ampliando las posibilidades de valoración e
interpretación textual. No en balde Graciela Montaldo manifiesta con tino que
“los trabajos más sugestivos de nuestra época son aquellos que, leyendo varios
textos (discursos y prácticas) (…), tratan de armar nuevos sentidos para darle
significaciones nuevas a las experiencias de nuestro pasado y nuestro presente
que constantemente se están transformando”.[x]
“Un libro es
un espejo donde se encuentran las miradas del autor que lo escribió y del
lector que aporta su imaginación para recrear la historia”,[xi] ha escrito Fernando
Alonso, y la verdad es que si no fuese así, si un libro, si una obra literaria
consistiera en una serie de tramas autorreferenciales, una nada sin
connotaciones extrapolables al acontecer humano, donde el lector estuviese más
cerca de la meretriz que lleva a cabo su función sin fuego y sin disfrute que
del volcán de sentidos, polisemia y participación plena que lo caracteriza al
momento de fundirse con la historia, con el texto que tiene entre sus manos,
pues la literatura y la crítica -esta
última también en numerosas ocasiones obra literaria- serían actividades poco
trascendentes, desérticas, impermeables a la sazón vital y al fondo común
humano que nos incita a vivir -vicariamente,
es cierto, pero vivir al fin- las vidas
que sabemos imposibles de gozar o sufrir de otra manera. Un libro es la ventana
que da a ese lugar que enriquecerá nuestra existencia, y eso implica tener
presente, yo lo entiendo así desde el inicio de los tiempos, que la literatura
incide en lo que somos, produce cambios (lentos, desde luego, pero hondos y
permanentes), y posibilita, como la lluvia, los vientos y el sol sobre ciertos
paisajes, que el relieve humano cobre otros matices, gane configuraciones acaso
únicas, de otro modo impensables en lo que vamos siendo.
Por
supuesto, decir que la literatura acarrea cambios en los individuos, y como
consecuencia lógica en las sociedades, lleva a afirmar también que no me
refiero a movimientos sísmicos ni a reacomodos violentos de ninguna especie. Lo
que pretendo expresar es algo que he experimentado en carne propia: sin los
libros, sin literatura, sin leer, estoy convencido de que no sería la persona
que soy, para bien o para mal, porque sé que los poemas, las historias, los
ensayos o los dramas que me han marcado a través de los años propiciaron
aristas, pliegues, texturas o como quiera que se les llame, difíciles de
extirpar y responsables de una visión particular de la existencia que sin duda
no estaría presente sin el hechizo de los buenos libros.
Hay una
hermosa reflexión de Juan Farías que tiene bastante que ver con lo que he
tratado de decir aquí. Él llegó a afirmar: “para mí, la literatura no es saber
quién dejó escrito:
Olvidado de
las máscaras que he sido,
seré en la
muerte mi total olvido.
Para mí, la literatura es saber por qué lo escribió,
qué sentía y, sobre todo, qué me hace sentir a mí”.[xii] De manera que la
literatura lleva consigo escondrijos que resulta imperioso develar, y para
hacerlo es preciso adelantar una labor detectivesca. Hurgar en la palabra,
escarbar en frases, párrafos, ideas. Descubrir uno o muchos universos
incrustados en el que nos conforma y suponemos único e inamovible. Ésa es, es
gran medida, la tarea del lector y por supuesto la tarea del crítico, que en el
fondo es un lector sui generis, entrenado,
mordido por la pasión, por las ganas de lanzarse de cabeza en la literatura y
nadar en ella, compartir lo que encuentra, hacerlo con más o menos estilo pero
siempre, absolutamente siempre, embrujado sin remedio. El crítico, el que yo
imagino y quisiera emular hasta donde fuese posible tiene en cuenta lo
anterior. Lo que halla para sí lo halla asimismo, al expresarlo en sus
trabajos, para otros. Gilgamesh, nos sigue diciendo Farías, “seguirá pasándole
sus sueños al Capitán de las Estrellas mientras un chico y una chica, cogidos
de la mano paseando por la playa, al nacer el día recuperan sin darse cuenta
los suspiros de Petrarca”.[xiii] La literatura, pues,
guarda en sí una forma de entender el mundo y es además una forma de estar en él.
Nos obliga a detenernos para pensar la vida, para escudriñar esto que somos.
Los críticos que más aprecio lo saben de sobra.
La moral, la
ética, el carácter ígneo de la literatura no están desvinculados de la crítica
que nos aproxima a ellos, echando su particular mirada a los abismos del texto
que nos quema las manos. El quehacer humano reverbera en toda ella, de modo que
es documento fehaciente y testimonio fabuloso del sedimento compartido por
todos los hombres: nada menos que mitos, esperanzas, tragedias, incertidumbres,
grandezas o abyecciones que terminan por configurarnos.
Las
ficciones literarias están ahí para decirnos algo, al punto de que descifrarlas
exige una labor por completo creativa
-sí, creativa- que nos pone
frente al espejo para contemplarnos de diversos modos. El crítico literario,
hay que repetirlo una vez más, no alienta un acto de onanismo. Adelanta, y qué
bueno que así sea, una tarea rebosante de otras cosas.
Notas:
Notas:
[i] Para profundizar en esta
idea, Cfr.: Ceserani, Remo.(2004). Introducción
a los estudios literarios. Barcelona: Crítica.
[ii]
Jakobson, Roman y Morris Halle.(1969). Fundamentos
del lenguaje Madrid: Ciencia Nueva. Pág. 42.
[iii]
Op.cit. pág. 4.
[iv] Una elaborada
descripción, así como una discusión muy enriquecedora sobre las ideas de
Jakobson, pueden hallarse en: 1. Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica y en
2. Eagleton, Terry.(1988). Una introducción
a la teoría literaria. México: F.C.E.
[v]
Echo mano aquí al título del espléndido trabajo de Umbeto Eco cuya lectura
permite ahondar en las complejas relaciones autor-lector. Cfr.: Eco,
Umberto.(1965). Obra abierta.
Barcelona: Seix Barral.
[vi] Para profundizar más a
propósito de la estética de la recepción, Cfr.: Eagleton, Terry.(1988). Una introducción a la teoría literaria.
México: F.C.E.
[vii]
Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción
a la teoría literaria. Barcelona: Crítica. Pág. 148.
[viii] Para una aproximación
acerca de las ideas y trabajos de Dilthey, Cfr.: Ferrater Mora, José.(2004). Diccionario de Filosofía. Barcelona:
Ariel. Tomo I.
[ix]
Halliday, Michael.(1994). El lenguaje
como semiótica social. Bogotá: F.C.E. Pág. 42.
[x]
Montaldo, Graciela.(2001). Teoría crítica,
teoría cultural. Caracas: Equinoccio. Págs. 119-120.
[xi] Alonso, Fernando.(2002).
“El más grande de los tesoros”. En: Hablemos
de leer. Salamanca: Anaya. Pág. 25.
[xii]
Farías, Juan.(2002). “En voz alta”. En: Hablemos
de leer. Salamanca: Anaya. Pág. 70.
[xiii]
Op.cit. pág. 72.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Alonso, Fernando.(2002).”El más grande de los
tesoros”. En: Hablemos de leer.
Salamanca: Anaya.
Caserani, Remo.(2004). Introducción a los estudios literarios. Barcelona: Crítica.
Culler, Jonathan.(2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.
Eagleton, Terry.(1988). Una introducción a la teoría literaria. México: F.C.E.
Eco, Umberto.(1965). Obra abierta. Barcelona: Seix Barral.
Farías, Juan.(2002). “En voz alta”. En: Hablemos de leer. Salamanca: Anaya.
Ferrater Mora, José.(2004). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Ariel.
Halliday, Michael.(1994). El lenguaje como semiótica social. Bogotá: F.C.E.
Jakobson, Roman y Morris Halle.(1969). Fundamentos del lenguaje. Madrid:
Ciencia Nueva.
Montaldo, Graciela.(2001). Teoría crítica, teoría cultural. Caracas: Equinoccio.
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