Hay labores de labores. Si te gusta lo que
haces, requetebién, y si no, pues igual tienes que buscarte el pan. Desde que
tengo uso de razón me han fascinado las ocupaciones raras, esas que llevan
implícitas el enigma, la curiosidad, el raro mundo que supone llevar a cabo
trajines semejantes.
Cuando niño, como todo pequeñín que se
respete, quise ser bombero. Uno con todas las de la ley, distinto por donde lo
mires a esos que terminan el día jugando a las damas y acariciando a un dálmata
que bosteza echado en el salón. Pero como
en general suele ocurrir, tal anhelo duró poco. Luego, con la adolescencia
atragantada me dio por convertirme en mago: aparecer y desaparecer monedas, mujeres
en bikini, conejos en sombreros u objetos de cualquier pelaje hasta dar en el
blanco, embolsillarme el mapa del tesoro, no otro que manipular situaciones a
placer y conquistar chicas al chasquido de los dedos. Resultó un fracaso como
ningún otro, lo confieso con vergüenza pero también con dignidad. Pasó el
tiempo y fui pisando tierra, aceptando los consejos de la abuela, por lo que
terminé matriculado en la Facultad de Ingeniería, a todas luces profesión monda
y lironda sin un ápice de romanticismo laboral, qué diablos podía hacer. (El
desenlace de esta última parte lo dejamos para otro momento).
Pero la profesión total, el oficio
indiscutible entre los merecedores de tales adjetivos, sin duda era el de
relojero. Jamás opté por dedicarme a ello debido a que conozco de sobra mis
limitaciones (miope y de pulso temblereque, sólo por mencionar dos), aunque la
verdad sea dicha, en ocasiones sueño que vivo entre minuteros, péndulos, antigüedades,
piezas de museo y un auténtico reloj cucú del Bosque Negro de Alemania, echando
a andar máquinas desvencijadas, desahuciadas por las telarañas, la desidia o el
maltrato. Antaño, hoy y siempre, qué duda puede haber, la relojería es la
alquimia perfecta, el oficio que arroja de cabeza por las cañerías la vieja consigna
del trabajo como maldición divina.
Un relojero es el vivo retrato de un
liliputiense. El universo incrustado en el taller de relojes tiene ese poder
embrujador que sólo vislumbré en la obra de un Swift. Una tuerca enana, un
engranaje diminuto, tornillos como granos de arena, asombra que el tiempo, ese señor estirable como un chicle, duerma en brazos de
artefactos tan encogidos, tan parecidos a una pulga, tan insignificantes.
Viéndolo bien, un reloj tendría que ser como las pirámides de Egipto, como el
Caballo de Troya, como las líneas de Nazca, como el Coloso de Rodas, pero
fíjese, el reino de Lilliput acabó siendo amo y señor de Cronos y toda su
parafernalia.
Con razón el relojero de mi pueblo era un
ser de noble aspecto, mínima estatura, rostro adusto y gesto intemporal. Todo cuadra,
ahora que lo pienso. Es que hay oficios entre oficios.
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