8/13/2016

Lo más extraño de este mundo

    Te sientas en un café y entras a una dimensión que es casi una patente universal. Pides el marrón, una botella de agua mineral, enciendes tu tabaco y entonces la franquicia se abre por todos los costados. En Argelia o en Bolivia, lo cierto es que un café es el punto de encuentro para mil y una historias. Hoy quiero escribir de esos que lo saben todo.
    No hay cosa más difícil en esta puta vida que decir no sé. Reconocer la ignorancia, vislumbrarse mínimo, tan pequeño como un bicho peludo y microscópico chapoteando en mitad del universo no es cuestión que acepte todo el mundo. Nanai. Me siento en el café de siempre y escucho la autosuficiencia en pasta que engorda y se alimenta de sí misma, que se autofagocita en una especie de expansión interminable. Si alguien pregunta por la vía expedita para burlar un atolladero judicial, Enrique o Miguel tienen la respuesta. Si el carro suena como lavadora vieja, Enrique o Miguel conocen el por qué y su solución. Si pregunto por la enigmática relojería de mi gps, Enrique cuenta los intríngulis de su endiablado mecanismo y Miguel propone mejorías sobre la marcha.
    Aterrizas en el café de la esquina y encuentras al tipo que lo explicó todo. Explicarlo todo es un deporte muy particular, una extensión del  hombre del Renacimiento enclavada en pleno siglo XXI, lo cual supone conocimiento alquímico entremezclado con física cuántica, historia del arte, poesía lírica grecolatina y pastelería suiza postmoderna. Aquí, entre mesas con mantelito blanco y batidos de lechosa hay a patadas quienes lo saben todo o creen saberlo todo, que para los efectos no es una diferencia como para generar caos. El quid es la explicación: explicar, eso, explicar hasta por los codos otorga señorío a la afilada dentadura del tiburón Enrique y el caimán Miguel. Por eso un café es zona pantanosa capaz de engullir, zuas zuas, a un 747 y transformarse en cementerio de Titanics y tú ahí como si nada, dándote de bruces frente a misterios develados o por develarse: por qué una ventolera te despeina, por qué la Luna tiene cuernos, por qué un kilo de plomo no pesa más que un kilo de algodón, por qué si el sapo salta pues se ensarta, por qué la Tierra no es plana, por qué el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, por qué la hipotenusa y no la hipotermia, pongamos por caso, o la hipostasis o la hipoteca o cosa parecida, y así.
    La lógica aplastante de Merlines cafetinescos siempre me ha maravillado. Una vez quise experimentar el método para explicarlo todo, pero entre tanto sentido común y vueltas al fondo de cada problemática terminé con dolores de cabeza que para qué te cuento. Moraleja y conclusión: mi fracaso al intentar explicarlo todo es directamente proporcional a mi talento para no explicar absolutamente nada e inversamente proporcional a mis ganas para ello. Demasiados cojones y poca materia gris, como imagino ya pescaste.
    El otro día, en Ciudad Bolívar, juro por Dios que a orillas de la avenida Táchira vi a un hombre sentado ante una mesa sobre la que descansaba una Remington de las de antes y un fajo de carpetas y papeles que daban la sensación de oficina itinerante. Desde el carro leí un aviso que colgaba. Decía esto: “Se soluciona cualquier tipo de problema”.
    Demonios, explicarlo todo sí que va más allá del café de la cuadra y fíjate que cae como peñasco en el ancho mundo, lo que va siendo bastante decir. La fenomenología trascendental  -perdonen el feo academicismo-  de un hecho como explicarlo todo se quiebra justamente cuando intento dar razones que solventen el asunto. Entonces ni modo, me conformo con saborear el marrón y permanecer tras bastidores, observando y buscando entender, hasta donde me alcancen las meninges. Que me expliquen, que me expliquen, que me sigan explicando.
    Explicarlo todo es poco menos que una ciencia exacta, claro está, cosa que en el fondo es la razón fundamental por la que no abandono mi café predilecto. Tabaco, marrón, agua mineral y de pronto, por obra y gracia de cierta cadencia renacentista que ve tú a saber por qué diablos se cuela desde esos confines hasta aquí, digo, de pronto se hace la luz, se desanuda el nudo, lo torcido se destuerce y la explicación diáfana, sencilla, total, cabe en boca de Enriques y Migueles. Es que un café es lo más extraño de este mundo, rediós, lo más extraño de este mundo.

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