2/06/2017

Quijotes de papel

    La diáspora venezolana, como toda diáspora, levanta una polvareda que con el tiempo pasará de largo. Estoy seguro de que las cosas volverán más temprano que tarde a su lugar, pero vamos, el cuándo o cómo de semejante regreso al equilibrio no es lo que pretendo para la página de hoy.
    Hay de todo, pero abundan cagatintas que señalan con el dedo, que acusan y cubren de epítetos made in las mazmorras del hígado a quienes cogieron una muda, dos peroles y se largaron, y habladores de pendejadas cuya lógica es tan patética como hueca: eres un desalmado porque te vas, eres muy nacionalista porque te quedas. 
    Confieso que me tocan el ganglio de los cojones quienes practican tamaña ética maniquea, hermanita gemela de esa otra con que el sumo sacerdote de la religión chavista infectó cajas craneanas, sesos si los había y cuanto patuque haya existido en los confines de tales cavidades. Una ética al servicio de ciertos chasquidos de la lengua que apelan a la conveniencia, fraguada a ras del suelo, incapaz de elevarse aunque sea medio centímetro pensando en la vergüenza al menos. Al carajo. Es la de esta gente una forma de mirar jamás dispuesta a estirar el pescuezo para  vislumbrar que el mundo no acaba en los límites de la comarca, ahí donde nacieron, se criaron y juran como mero centro de lo habido y por haber. Dicho en corto, para que me entiendan: una ética que se enreda en la idiotez de sus abanderados.
    El año pasado hurgaba en el portal de cierta universidad extranjera y descubrí un llamado a concurso para profesores. Nada mal el asunto, me dije, así que hice click click y continué leyendo. Lo normal, lo básico, lo que cualquier académico sabe que tiene que desarrollar aquí o allá: docencia, investigación, extensión, seminarios, congresos, conferencias, en fin. Anoté requisitos, preparé mi asunto y nada, ahora escribo esto fuera del país, ese pedazo de tierra tan mía como de quien salió antes o saldrá después. Una Venezuela que navega a sus anchas en mi adn, con más fuerza que aquella instalada en la bandera o en el himno de tanto chauvinista lápiz en mano tejiendo disparates más que peligrosos, estúpidos y reduccionistas. Lo primero, porque del patrioterismo ramplón a las exclusiones fratricidas hay pocos pasos, y lo segundo y lo tercero por simple derivación comparativa: endilgar adjetivos perversos a quienes cruzan las fronteras se parece demasiado a etiquetar del mismo modo a los que no lo han hecho, aunque se hayan ido del corral, del grito a coro, apartado del llamado de la tribu, de la recua dictando su sentencia: piensa como yo y serás patriota, piensa distinto y eres un escuálido.
    Al carajo, vuelvo y digo. Leyendo el otro día un cuento de Benedetti, aquí, en el mismo café al que regreso cada vez que puedo a escribir algo, encontré esta frase memorable: “Los lugares valen por los recuerdos que dejan”. Y de seguidas esta otra que apunta al mismo blanco: “Los más entrañables son los lugares ya cargados de memorias”. Y eso es, eso basta. En cuanto a mí, abrazo la ciudadanía universal, el librepensamiento, en fin, eso tan apetecido y tan poco entendido como la libertad. EL cosmopolitismo, ubicado en las antípodas del provincianismo de anteojeras, da para hacer más por un lugar, por una geografía, echando mano del mundo, que es lo mismo que decir del horizonte ancho, abierto, cargado de posibilidades. Hay que ver, pienso. Aquí, a media pulgada de donde me encuentro, existen quienes superan con creces en su entrega de esfuerzos, alma y energías por una causa al grupito histérico de opinadores sin remedio y a tuiteros enchinchorrados cuya arma de destrucción masiva es Nicolás, vete ya. Menuda tarea la de estos caballeros, quijotes del teclado, sin rocín, lanza en ristre ni escudero.

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