12/02/2017

Leer con hambre

    Cuando me acerco a un libro lo hago desde las tripas. Es lo que procuro mantener como función catalizadora entre tanta página escrita y entre el cúmulo de desechos  que en buena medida ofrecen las librerías.
    Semejante esperanza echa mano de la más pura condición hedonista, porque la verdad sea dicha: no concibo leer sin consecuencias placenteras, lo cual, llámenlo ustedes como quieran, a estas alturas va siendo poco menos que un vicio del que no estoy dispuesto a prescindir. La lectura por obligación, porque alguien la impone y se acabó, termina por trocarse en perversión. Supone el uso de la fuerza ante un ejercicio que debería ser voluntario. Leer porque algún hijo de la gran puta te pone un treinta y ocho en plena sien resulta un crimen, de lesa inteligencia para ser exacto, y no hay cárceles suficientes en La Haya para tanto bienintencionado a la hora de repartir el gusto por los libros. Pienso en padres y  maestros, instituciones de cualquier pelaje, ciertas campañas a favor de la literatura, Ministerios y demás lugarejos por el estilo.  Una de dos, o lees porque es un hacer apasionante o no lees y al carajo García Márquez, Heinrich Boll, Dumas, Rulfo  y la madre que los parió.
    Tengo la costumbre de largarme a  buscar historias tantas veces como pueda. Y si la cosa es justamente ésa, poder, créeme que soy capaz de echarme a las espaldas el trabajo pendiente de hoy, de mañana y de pasado, con el delicioso objetivo de entregarme entonces a una librería de viejo. En esto me acompañan Camila y Daniel, mis dos pequeños mosqueteros, y río de lo lindo al percatarme, al verlos escudriñar con la curiosidad comiéndoles el corazón, entre anaqueles polvorientos, pilas destartaladas o mesones cubiertos por ejemplares apolillados.
    Salir a buscar libros equivale a salir de cacería. Literalmente hurgamos en terrenos literarios para luego, con el botín a cuestas, caer sonrientes por el Sweet & Coffee y despedazar gozosos a las víctimas. No hay mayor placer, tenlo por seguro, que una mañana de sábado en trajines semejantes. Leer con la esperanza de hallar esa escritura que te agarra por el cuello y no te deja escapatoria, que te refleja en sus letras, que dibuja sobre el lecho profundo de algunas ideas el perfil que reconoces como tuyo. Cuando eso ocurre, lees seis o siete párrafos, te detienes de pronto, ves pasar la vida alrededor y de seguidas continúas hundiendo los colmillos en la carne blanda del papel.
    No quieres que se acaben las historias, no deseas que culmine el embrujo. Me ocurre con Cortázar, con  Mario Vargas Llosa, me pasa con Paul Auster y acabo de sentirlo al ingerir la autobiografía de Salman Rushdie, seiscientas y tantas páginas de magia pura y dura.
    Leer con hambre y descubrir, probado el plato, que el paladar agradece cada sílaba que engulles. A nada menos está llamado quien espera el goce como recompensa en su vaivén con títulos, carátulas, cubiertas de tapa blanda o dura e historias llegadas de todos los confines. Al final, por fin exclamas: hay que ver, menuda felicidad ésta. Y dices gracias, que se repita, y también Amén.

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