Cuando me acerco a un libro lo
hago desde las tripas. Es lo que procuro mantener como función catalizadora
entre tanta página escrita y entre el cúmulo de desechos que en buena medida ofrecen las librerías.
Semejante esperanza echa mano
de la más pura condición hedonista, porque la verdad sea dicha: no concibo leer
sin consecuencias placenteras, lo cual, llámenlo ustedes como quieran, a estas
alturas va siendo poco menos que un vicio del que no estoy dispuesto a
prescindir. La lectura por obligación, porque alguien la impone y se acabó,
termina por trocarse en perversión. Supone el uso de la fuerza ante un
ejercicio que debería ser voluntario. Leer porque algún hijo de la gran puta te
pone un treinta y ocho en plena sien resulta un crimen, de lesa inteligencia
para ser exacto, y no hay cárceles suficientes en La Haya para tanto
bienintencionado a la hora de repartir el gusto por los libros. Pienso en
padres y maestros, instituciones de
cualquier pelaje, ciertas campañas a favor de la literatura, Ministerios y
demás lugarejos por el estilo. Una de
dos, o lees porque es un hacer apasionante o no lees y al carajo García
Márquez, Heinrich Boll, Dumas, Rulfo y
la madre que los parió.
Tengo la costumbre de largarme
a buscar historias tantas veces como
pueda. Y si la cosa es justamente ésa, poder, créeme que soy capaz de echarme a
las espaldas el trabajo pendiente de hoy, de mañana y de pasado, con el
delicioso objetivo de entregarme entonces a una librería de viejo. En esto me
acompañan Camila y Daniel, mis dos pequeños mosqueteros, y río de lo lindo al
percatarme, al verlos escudriñar con la curiosidad comiéndoles el corazón,
entre anaqueles polvorientos, pilas destartaladas o mesones cubiertos por
ejemplares apolillados.
Salir a buscar libros equivale
a salir de cacería. Literalmente hurgamos en terrenos literarios para luego,
con el botín a cuestas, caer sonrientes por el Sweet & Coffee y despedazar gozosos a las víctimas. No hay
mayor placer, tenlo por seguro, que una mañana de sábado en trajines
semejantes. Leer con la esperanza de hallar esa escritura que te agarra por el
cuello y no te deja escapatoria, que te refleja en sus letras, que dibuja sobre
el lecho profundo de algunas ideas el perfil que reconoces como tuyo. Cuando
eso ocurre, lees seis o siete párrafos, te detienes de pronto, ves pasar la
vida alrededor y de seguidas continúas hundiendo los colmillos en la carne
blanda del papel.
No quieres que se acaben las
historias, no deseas que culmine el embrujo. Me ocurre con Cortázar, con Mario Vargas Llosa, me pasa con Paul Auster y
acabo de sentirlo al ingerir la autobiografía de Salman Rushdie, seiscientas y
tantas páginas de magia pura y dura.
Leer con hambre y descubrir,
probado el plato, que el paladar agradece cada sílaba que engulles. A nada
menos está llamado quien espera el goce como recompensa en su vaivén con
títulos, carátulas, cubiertas de tapa blanda o dura e historias llegadas de
todos los confines. Al final, por fin exclamas: hay que ver, menuda felicidad
ésta. Y dices gracias, que se repita, y también Amén.
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