6/08/2018

Esos cafés de siempre


    Hay ciertos lugares que suelo frecuentar sólo por respirar sus atmósferas. Algunos cafés, por ejemplo. O uno que otro restaurante. Pasa que cuando me siento en una mesa y digo hola qué tal, un americano, agua mineral, lo de costumbre, también estoy solicitando otras cuestiones, intangibles para más señas, que te juro crucifijo en mano son inexistentes ya en la mayoría de estos espacios, por muy bien decorados que aparezcan o mejor situados que se precien.
    Por mi trayectoria de lector en cuanto lugarejo con anuncio de macciatos y con leches se atraviese, sé al dedillo a qué me refiero: los gatos por liebres hace tiempo los echo a zapatazos y en su lugar he cultivado vista, oído y gusto frente a sitios por lo común menos vistosos, pero llenos de ese clima que no tiene precio, capaz de ofrecer buen trato, soledad, conversación si la buscas, respeto por lo que haces  -en mi caso leer o escribir en las terrazas-, complicidad y sobre todo tacto. Sí, tacto. Y un buen maitre, un buen barman, un excelente mesero curtidos en el oficio son el mejor sabueso a la hora de olfatear qué pretende cada quien. Eso, damas y caballeros, no se encuentra a la vuelta de la esquina.
    El Café de Jerry, pongo por caso. Pequeño, sereno, cuyo dueño, el buen Jerry, es chef, camarero, confidente, alcahuete y otros menesteres, siempre con palabras o silencios a la mano en función de tus pulsiones y de tu huella digital como cliente. O el Sweet & coffee de la plaza Foch, sobrio y discreto a pesar de la zona en que se erige, o el Tres gatos, nuevo hallazgo que hasta el sol de hoy cumple a cabalidad con el rasero inamovible que mantengo aunque los tiempos siempre cambien. En fin, lo que une a cualquiera de estos lugares es la gente. El incordio de alguien disfrazado de mesero me incomoda, pero la sutileza, la inteligencia, el buen tino del ya mencionado Jerry, vuelvo y digo, transforma un café en lugar de peregrinación donde instalar campamento y trabajar, si es el caso, o ver pasar la vida cuando toca. De la pompa vacía y salones frufrú huyo por lo general como Drácula ante un racimo de ajos. Pero la verdad es que me siento como gato ronroneando en su cojín en recovecos que tienden la alfombra al placer de permitirte estar contigo, con el autor y con los personajes del libro que llevas entre manos y, por fin, con quien elijas según te salga de los cojones.  Así de simple y complicado van resultando estos asuntos.
    Un café con personalidad es un dinosaurio en pleno siglo XXI. Existen sin embargo, luchan con puños y dientes en el intento de recrear el carbonífero, y si tienes la paciencia y el ojo entrenado te apuesto diez a uno que terminarás encontrándolo. Lo que soy yo, en cada ciudad he dado en el clavo y ahora mismo disfruto de mi particular trinchera en éste de la Avenida General de Veintemilla, a dos cuadras de la universidad donde trabajo.
    Todo café que se respete vuela en mil pedazos ese cliché tan apreciado en estos días: sólo considerar ambientes que duplican lo prescrito por revistillas de moda o sugerencias de mercadeo efectivo. Quiebro lanzas por los de toda la vida, donde he navegado a mis anchas sin la intromisión de esa baba pegajosa capaz de inundar los sentidos, urticar la piel, anular el pulso que requiero para poner en orden ciertas cosas importantes. Lo demás es historia pasajera, hendiduras sin calado, y va siendo por supuesto nada.

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