7/03/2019

Un amigo perfecto


    Tengo un amigo que se deprime cuando las cosas le van mal. Un amigo cuya relación con la pasiflora, el valium o las pastillas para dormir es directamente proporcional al resultado  de sus procederes. A ese amigo el mundo y sus circunstancias le sacan la lengua para siempre, cosa mala por donde la mires.
    Mi amigo siempre ha buscado ahuyentar el error. Grandes o pequeños, la sola posibilidad de cometerlos supone una mancha inaceptable en su hoja de vida que termina por convertirse en náuseas, dolores estomacales, temblores en las piernas  y cierto tic en el párpado izquierdo que le otorga un aire de bufón versallesco en plena Francia del siglo diecisiete.
    En cuanto a mí, nada me aterra más que lo perfecto. Desde niño huí de semejante condición apenas vislumbré que como fantasma aparecía ante mí y flotaba ajena, extraña, al punto de obligarme a correr espantado. Es que lo tengo clarísimo: la perfección siempre me ha asustado. De las cosas que en verdad logran erizarme cabe en primer lugar esa señora esquiva que tanto busca la gente y por la que demasiadas almas fueron vendidas al diablo que osó pedir algo por ellas.
    A Borges, al gran Jorge Luis Borges lo leí tarde porque en un lejano contacto inicial salí alterado, enfermo, desequilibrado, teniendo la impresión de estar frente a un monstruo  vaya uno a saber de qué dimensión escondida. Sus cuentos perfectos, leídos en la adolescencia, erigieron un muro que con mucho esfuerzo he intentado derribar después. Una mujer perfecta, una sinfonía perfecta, una idea perfecta. ¡Horror! Tienen razón los grandes detectives –Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Auguste Dupin, Philip Marlowe, el Padre Brown-, guardan la verdad en el puño cuando cada uno, sin excepción alguna, menosprecia la noción del crimen impecable. No existe realidad parecida a ese universo cerrado sobre sí mismo con la absolutez de la esfera, refractario al más mínimo equívoco.
    Mi amigo busca la excelsitud en su camino, en los quehaceres del trabajo, en la fatiga diaria,  en la vigilia y en el sueño. Menuda intención, peldaño número uno en la ruta del sanatorio, brinco acelerado en pos de la infelicidad. Ni desafíos abismales, ni esas historias de terror que llegué a leer en la habitación semiiluminada de mi infancia y ni siquiera la destructiva sensación de fracaso que a veces me embarga por completo, nada me horroriza más que el aroma, el tacto o el sabor de lo inmejorable. Lo que soy yo, probé hace mil años el valor de los defectos y la belleza de lo inacabado y, qué delicia, saboreé la garantía de vida que encierra como tesoro en las entrañas lo verdaderamente anómalo, imperfecto hasta la médula. En fin, que lo más perfecto es la muerte. Prefiero los lunares del día a día porque evocan horizontes de satisfacción a mediano o largo plazo, vedados casi siempre por el cutis aterciopelado de lo prodigioso. Me quedo con las uñas descuidadas en plena labranza de los años por venir. Sigo en la faena incompleta de esto que llaman existencia, con e minúscula por si las dudas.
    El bueno de mi amigo sufre de jaquecas y de comezones sin explicación mientras da por sentado que la marea de lo defectuoso baja para él a cada instante en función de sus esfuerzos. Iluso, el mes entrante cumplirá cien años. Vaya vida que se ha venido despachando.

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