8/15/2019

El otro viaje


    Cerré los ojos, creí, emití un mantra, me concentré como nunca y lo logré. Había llegado al lugar escogido, un tiempo en el que apenas sabía de mí mismo y recordaba confortable, protegido, feliz.
    Dice la psicología que los humanos son bichos raros. Entre otros extraños comportamientos, tendemos a idealizar el pasado y añorarlo como el mejor de los mundos. La perfección, si existe, vive a sus anchas décadas atrás.
    Camino de la mano de mi padre, de vez en cuando  me acaricia los cabellos, se detiene para encender su pipa, entonces continuamos andando mientras de nuevo siento cómo emite las palabras, esas erres guturales que me parecían la cosa más extraña, cómo suelta sus ideas a manera de reclamos o consejos. Charlamos, caminamos y charlamos. ¿De qué hablamos? No lo veo con claridad pero seguramente responde a alguna duda, comenta cierta ocurrencia que le manifiesto: increpa o señala o dice en función de mis ingenuidades. Soy un niño, seis o siete años, y otra vez el humo del tabaco llega puntual, aparece de inmediato, como si los minuteros se hubiesen detenido sin aviso.
    Cambia el escenario y me encuentro con ambos, padre y madre bajo un árbol frondoso, tendidos sobre la lona de un camastro de esos que se usan en los campamentos. Hay brisa y hay sol, que da calor y que enceguece. Mi madre cuenta una historia oscura que recuerdo a medias, habla de un primo lejano, y mi padre sonríe quitándole importancia al asunto para luego verme a la orilla de la playa en Cumaná, recogiendo piedras, hermosas pero sobre todo extrañas  -como talladas a mano- y voy guardándolas en mi mochila con intención de colocarlas, ya en Upata, sobre las tablas de mi biblioteca donde adornarán durante años.
    Mencioné arriba que cerré los ojos, que creí, que emití un mantra y que me concentré hasta lograrlo. Viajé en el tiempo sin máquina, sin física cuántica o como diablos se diga y sin Einstein de por medio. Qué teorías de la relatividad, qué E=mc al cuadrado ni qué ocho cuartos. Había viajado al pasado y apenas escapaba de mi asombro. Y no es para que te rías, para que me mires como a loco de pueblo o eches a un lado con desdén esto que lees. Viajé al pasado en cuerpo y alma y fui el protagonista de un sueño albergado desde siempre.
    Es verdad que somos bichos raros, enigmáticos hasta la médula, impredecibles.  Es verdad que de un manotazo enviamos el hoy a los infiernos e idealizamos las horas que acaban de escurrirse entre los dedos, amenazando reventar ese espejo que tenemos por lo general enfrente. La nostalgia del pasado, así es. Somos hombres nostálgicos más que hombres sapiens, hombres ludens, hombres videns  y demás cantinelas parecidas. Saudades andantes, morriñas de pie a cabeza, qué le vamos a hacer.
    He viajado en el tiempo, créelo de una buena vez, con la buena fortuna de hallar a esta edad cuanto dejé en épocas que ya no vuelven, que busqué a diario y que sólo pude acariciar gracias a ciertos vericuetos de la memoria, señora bien trajeada que puede obsequiarte el streptease con más morbo sobre  la faz de tus anhelos.
    Estuve ahí, regresé a esos días de oro encarnados en quince minutos de gloria. El pasado es incapaz de repetirse, de emerger otra vez porque como la vida misma no se construye en borrador, es decir, vives tu presente, lo engulles y lo  escupes y un instante después vas por otro distinto, hasta el último que llegará acompañado de tu lápida. Y se acabó. El único viaje, el verdadero, es el de aquí y ahora. Logré irme años atrás para corroborarlo. Queda evocar, nada menos que la remembranza, regalo de los dioses para voltear y mirar, para hallarte vivo entre espacios  irrecuperables.

1 comentario:

Beastly Evolutión dijo...

¡Excelente artículo! Te invito a que eches un vistazo a estos regalos vikingos, un saludo