Emigrar supone mudar el cuerpo pero también
el alma. Irse, cuando lo que tenías como horizonte era permanecer en tu lugar
de origen, lleva en las entrañas una realidad que no es fácil describir, sobre
todo porque irse equivale al destierro que te fractura por lo menos en dos: un
pedazo se queda en la tierra donde naciste y otro lleva la mochila a cuestas
por esos mundos de Dios.
En cuanto a mí, he sido afortunado. Salí
con trabajo, con un norte más o menos visible allá a lo lejos. Obtuve una plaza
como profesor en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y desde mi
llegada sólo encontré muestras de afecto, de amistad, de respeto por el
quehacer intelectual, de profundo y consolador espacio para llegar, para
intentar crear, para estar.
En mis tres años en Quito, ciudad que va
siendo parte de mis querencias más profundas, he hallado a muchos con menos suerte
pero con agallas infinitas si lo que resta es plantarle cara al presente, al futuro.
Después de todo, lo urgente pasa por darle un manotazo a la ignominia, eso que
Maduro y su corporación del crimen instalaron a lo largo y ancho de un país, lo
cual exige tomar el morral, echar ahí lo poco que puedas remolcar en la huida,
y lanzarte a la aventura como Quijote lanza en ristre para desfacer entuertos.
Los he visto llegar apenas con lo que
llevan puesto. Los he visto ofrecer en las aceras caramelos por algunos
centavos y los he visto agradecer con sinceridad a prueba de fuego la ayuda que
viene -a veces tarde, a menudo insuficiente- de otros capaces de encontrar
enfrente el reflejo de sí mismos. En el fondo albergamos cierto sedimento que
nos aproxima, humanidad que danza codo a codo en Quito, Buenos Aires,Tegucigalpa,
Lima o Madrid.
Me alegra saber que desde aquí, a pesar de
los pesares y más allá de incomprensiones bullendo a la vuelta de la esquina,
gente hecha de madera única ha dado un golpe sobre la mesa. En Quito, nada más
que por mencionar un par de ejemplos, el Servicio Jesuita a Refugiados (SJR) y
la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) llevan adelante planes de
ayuda que trascienden paños de agua tibia. La labor desplegada con uñas, corazón
y dientes, dice mucho acerca de la realidad que atravesamos: frente a la
indiferencia o señalamientos vanos, digamos, por el lugar de procedencia, cabe
el trabajo apostólico, la entrega desinteresada de tantos, de muchísimos cuyo
punto de fuga es echar una mano, curar, salvar vidas, ofrecer un lugar amplio
para que no mueran anhelos e ilusiones. Lo digo con conocimiento de causa: desde
la Universidad he tenido la magnífica oportunidad
de acercarme, de participar en el proyecto PUCE-Solidaria y me faltan palabras
para agradecer la buena voluntad, el espíritu de hermanos puesto a la orden
mediante su Dirección de Identidad y Misión, a la que estoy adscrito. En fin,
que la mano amiga y el abrazo sanador viven día a día, sin desfallecer.
Emigrar es una experiencia que implica
cierta esquizofrenia, partición de cuerpo y alma que, como creo haber insinuado
al comienzo, desgaja vidas enteras. Me refiero a la migración no sustentada en
un proyecto de futuro. Me refiero por supuesto al hecho de salir como sinónimo
de escape, de único y urgente modo de salvación cuando en tu tierra eres preso
de conciencia, un convicto por tus ideas, por tu pobreza material o por tu
falta de oportunidades. Exiliado aún sin haber echado a andar más allá de las
fronteras.
Siento profundo respeto por quienes decidieron
quedarse. Gente que resiste, que lucha con fiereza y estoicismo contra los
zarpazos del poder omnímodo. Y siento asimismo admiración por quienes forman la
diáspora, en su mayoría esparcidos por este planeta sin más andamios para
caminar erguidos que la voluntad y la esperanza. Sé que esta verdad terminará
por hacer del sufrimiento la escuela del renacimiento. Nada ni nadie me saca de
la cabeza una convicción plena: la concreción de un ideal de libertad, la
vuelta a sus orígenes de una familia desmembrada -Venezuela- cuya tragedia
jamás debió ocurrir.
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