Acabo de leer Vista
desde un punto, de Arturo Úslar Pietri, y sentí nostalgia. Hallé ese libro mientras
caminaba por el centro gracias al vicio de recalar en lugares donde puedes olfatear
estantes, encontrar títulos raros y charlar con el librero, experiencia que
procuro repetir los fines de semana.
En esas estaba cuando el ejemplar de Monte
Ávila se me atravesó como si nada. Por setenta centavos -no es broma, setenta
centavos- lo metí en la mochila y me
largué al café de costumbre con el ímpetu hedonista a punto: lanzarme en brazos
de sus páginas, de un buen cappuccino,
del tabaco y del silencio. Y hay que ver cómo esa señora llamada memoria juega
a placer con nosotros. Lo digo porque la avalancha de imágenes llegó de golpe,
hizo de las suyas, me llevó a otras épocas mientras chapoteaba en la lectura.
Conocí a Úslar siendo un imberbe de ocho o
diez años en aquella Upata ya desdibujada por los años. Narraba, como un
Scherezade de estos tiempos, las mil y una historias que ha sido capaz de
inventarse el homo sapiens desde el
período de las cavernas hasta su viaje a las estrellas. En Valores humanos, programa de televisión emitido por VTV a las once
de la noche que acabó por convertirse en ícono de cultura, buen hacer
televisivo y buena entraña, el maestro disertaba sobre el Renacimiento, las
costumbres medievales, los románticos alemanes o el Holocausto. No sé por qué
diablos me gustaba tanto -el poder encantatorio del escritor hacía trizas
conmigo- pero la verdad es que mi madre, hosca como gata en celo en cuanto a la
hora de irse a la cama, complacía el capricho de estarme despierto un rato más
“únicamente por tratarse de un programa como ése”. Ahora, transcurridos
cuarenta años, tengo a mi lado el libro de don Úslar y lo miro, toco sus hojas,
recuerdo su oficio intelectual y me digo fíjate tú, qué días aquellos, vaya
manera de volver con la imaginación a la Venezuela que dejaste hace más de tres
años.
Úslar Pietri fue el primer ensayista que
leí en su columna Pizarrón, los
domingos en El Nacional. Tendría yo doce,
máximo trece años. Kalimán, Memín Pingüín, Águila Solitaria y los artículos del caraqueño eran tesoros que
cada siete días esperaba allá en el kiosco de la esquina, a dos cuadras de mi
casa. Siempre me he preguntado qué pude ver en los textos de Pizarrón, qué sirenas alucinantes
vislumbraba en ellos, y como ocurría con la tv, en el universo de su escritura
pienso que terminó por engancharme el talante aventurero, la atmósfera
intrigante de tantos enigmas propuestos en la saga -pues sí, leí a Úslar como
al autor de El señor de los anillos-,
contaminándome hasta lo indecible, de modo que sus entregas para la prensa siempre
me dejaron con ganas de leer más, resultaron cortísimas, fugaces, poco
espaciosas ante el vasto tamaño de aquel periódico cuyo único interés, para mí,
radicaba en un artículo de opinión. Luego me hallé de frente con sus novelas y
cuentos y años después, ya en la Mérida de mi época universitaria, gocé como
niño con chupete cada vez que el viejo amigo daba una entrevista en ciertos programas
de televisión.
Acabo de leer el libro que hallé en Quito y
aquí está, sobre la mesa del café, entre el humo del tabaco y entre Upata,
Mérida o Caracas. Muchas veces, en vacaciones, de paso por la capital y antes
de continuar al Sur, a casa de mis padres, Caracas supuso uno o dos días de
errancias por el centro en busca de
libros usados, de casettes a buenos
precios -descubrí a Bill Evans, a Stan Getz, a Poncho Sánchez-, supuso algunas
cervezas con paisanos que hacían estudios en la Central, en fin, literatura,
música, también cine en el entrañable Ateneo. Ahí, en esa Caracas de los
ochenta, abría de par en par el cofre de los deseos, lleno de miel y de
sorpresas deslumbrantes: libros encontrados como perlas en las profundidades de
algunos tarantines bajo el puente de la avenida Fuerzas Armadas, libros
medianamente asequibles en la Librería Lectura, en Chacaíto, libros escondidos
en los tenderetes de algún vendedor
furtivo en pleno bulevar de Sabana Grande y Úslar, de pronto Úslar, puntual al
saltar como conejo en medio de semejantes búsquedas.
El otro día, cuando menos lo esperaba, hizo
acto de presencia. No tienes idea, ni puta idea de qué manera esa felicidad
casi olvidada irrumpió tal como ayer. Y yo cumplí, leyendo, y él cumplió, con
el obsequio de delicias hechas páginas. Y la melancolía fue una invitada
inesperada. Y fue, claro, una dama más que bienvenida.
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