4/16/2020

Lo real y lo evocado


    Tengo un amigo que ve el mundo en blanco y negro. Quizás así somos en el fondo: tendemos a clasificarlo todo, a intentar separar el trigo de la paja, a diferenciar lo hermoso de lo feo, lo noble de lo innoble y lo valioso de lo menos importante.
    Lo cierto es que semejante esquizofrenia atraviesa las paredes y termina por cubrir todas las superficies. Mi amigo ve el mundo en blanco y negro y no sabe de medias verdades ni supone matices entre un hecho y otro. Una vez alguien le preguntó por ciertas realidades, ésas que no sabes distinguir en un primer momento y pueda que tampoco luego, a lo que sólo respondió con el silencio, una especie de quietud, de encogimiento de hombros porque es mejor callar, no decir nada, que buscarle cinco patas a los gatos. Al pan pan y al vino vino, así que dos más dos son cuatro y lo demás déjaselo a quienes se preocupan por el lado oscuro de la Luna.
    Entre lo real y lo evocado tengo la impresión de que media un terreno con arenas movedizas cuya existencia es aconsejable no dejar de lado. En primer lugar porque puedes perecer engullido y en segundo por elemental sentido común. Mi amigo supone que el universo es un tablero de ajedrez, tú juegas con las negras mientras él se mueve con las blancas y así, te orientas por el cálculo de lo posible, de lo fijado en función de reglas sacrosantas con absoluta precisión de reloj suizo. Dos más dos son cuatro y cuatro y dos son seis, y se acabó.
    Lo real y lo evocado pueden convivir en ámbitos no estancos, tal es el asunto. Aquí la ecuación se complica y si te pones a ver las soluciones distan años luz del manual guardado en la caja de herramientas o en la segunda gaveta a mano derecha, allá  en el cuarto de los trastes. Lo real cabe en la palma de la mano aunque también lo observes en el microscopio, o con los cristales de la entrevisión  -no hay que olvidar la sentencia de Cortázar: “soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja del sueño”-. ¿Entonces? Mi amigo frunce el ceño, se sirve un whisky doble, piensa como Descartes y responde a quemarropa entre una sonrisa burlona. Lo que dice no me dice mucho pero ya lo sabemos, mi amigo ve el mundo en blanco y negro y qué le vamos a hacer. Bebe otro trago, termina de reír por completo y suelta desde las entrañas: “vete a la mierda”.
    Antes de largarme al universo de las heces me da por imaginar lo que tenemos claro y lo que no y concluyo que lo primero es apenas un trozo de oscuridad incrustado en lo segundo, que lo contiene por completo. Y luego vamos por el mundo tan campantes, traqueteando pasos como si fuésemos un número sembrado en medio del gran bosque de las matemáticas, hermosa disciplina que termina por cuadricularnos siempre. Dos más dos continúa siendo cuatro.  Blanco o negro, buenos y malos, izquierdosos y derechosos, brutos o inteligentes, desprevenidos o acuciosos, miserables o dadores, excéntricos y bienpensantes, suma y sigue y dale hasta que te hartes.
    Obedecí a mi amigo en lo de irme pero no en el destino de su sugerencia. Me fui, por supuesto que me fui, pero no sin antes preguntarme hacia qué sitio. ¿Dónde está arriba o abajo? ¿Dónde la diestra o la siniestra? Decidí entrar al primer café que se me puso enfrente. Me gustó que el silencio reinaba por completo.

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