Ya sabemos que cada cabeza es un mundo, y
los libros también. Me acostumbré a observarlos como a gemas, objetos preciosos
envueltos por un aire de misterio que siempre acaba fascinando. Lo cierto es
que, pongo por caso, suelo entrar a las bibliotecas como quien se pasea por
joyerías, de modo que ahí están, relucientes en sus estantes, tentadores no
sólo por lo que cuentan sino por el enigma que los atraviesa.
Hará una punta de años que los imagino así,
ideas de todos los pelajes apretujadas entre solapas, lomos y demás, con una
carga adicional que vaya uno a saber qué diablos es. Menuda forma de embellecer
cuanto sale de neuronas y meninges, allá en el fondo de ciertos seres que
llamamos escritores. ¿Tú has visto?, cofre y joya metidos de cabeza en el
Paraíso de librerías y otros encantamientos. Razón tenía el señor Borges, para
quien la felicidad engordaba en tales sitios.
Pues nada, que una tapa bien ejecutada es
bomba de neutrones en pleno centro del peor gusto. Hay portadas que dicen más
de lo posible, superan con creces aquello expresado entre un puñado de hojas.
Las hay también cargadas de esperanza -al verlas sientes un golpe seco de
confianza en la nariz-. Y existen otras egoístas que pretenden llevarse la
magia y sus alrededores sólo ellas, mientras el pobre lomo -el lomo puede ser
todo él un lujo de portada-, digo, mientras el pobre lomo va a un olvido de lo
más injusto, hostigado por tapa y contratapa.
Una buena portada implica sendero cuyo punto
de fuga supone el regalo de los dioses, especie de guía material y espiritual
que es pieza de arte, sensibilidad a flor de piel, pedazo de historia capaz de
contener a esa otra que comienza en la primera página. Y claro, las hay
atribuladas, luctuosas, compungidas, apenas intentos en el resbaladizo aquí y
ahora de una tapa de libro que se respete. Mediocridad aparte, encuentras
asimismo las inexpresivas, las insípidas, cuando su objetivo es clavarse en la
retina, permanecer ahí, obsequiar moretones y magulladuras entre sacudidas, temblores
y tumultos.
Confieso que las he hallado justo cuando
más lo necesité. No sé tú, pero mirarlas sobre el escritorio o contemplar lomos
apretujados en los anaqueles del estudio se transforma en experiencia casi
mística que guarda en las entrañas curaciones inmediatas, efectos inefables, realidades
de otro cuño sin la intervención de analgésicos, ungüentos o jarabes. Una tapa de libro es eso: dardo clavado entre
sístoles y diástoles para desplegar verdades más allá de las ventanas.
Entre tapa y contratapa se cuela la memoria
como en un fondo marino. Ahí te ves, años atrás o en el presente que te
engulle. Ahí tienes tu reflejo y allá tú y lo que decidas, pero entre la solapa
de un libro y el resumen de la contracara vives como jamás lo imaginaste, y estás
y esperas que ese otro, allá afuera, extienda el brazo para darse de bruces con
el hombre que ahora eres.
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