11/09/2006

Se sabe que el que vuelve no se fue

Un día, ya cercana la fecha de Navidad, el hombre que llevaba un libro bajo el brazo caminó hacia la casa de mis padres. Después de entrar y apoltronarse en el sofá ubicado frente al televisor, se quedó para siempre en el sabor que sus palabras cobraron en mí luego de aquel primer regalo: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Y es que como buen compinche, abrió el libro apolillado que guardaba y leyó el poema que hablaba de amores -así lo recuerdo todavía- a la luz de la luna y a la orilla de un mar entumecido por el frío de un otoño en Isla Negra.
Neruda, quien llegaba antes de la fecha de Navidad, se quedó como un latido o como un vendaval justo en medio del tren de la memoria. Entonces le conté de los espectros que durante muchas noches espantaban mi sueño, y le hablé de las princesas que aún no lograba rescatar. También le dije de otras cosas, por ejemplo del reloj sin tiempo que Toto, mi perro, había destrozado a dentelladas. Así de a poco, de a ratos robados a la realidad de la pelota y del colegio, Neruda dibujó los rostros, siluetas, colores y sonidos de sus palabras, y ellas, de este modo, pudieron servir más que para decir el nombre de las cosas.
El señor que llevaba un libro bajo el brazo llegó hasta la esquina de la plaza y luego cruzó la calle Sucre. Sonriendo se fue hasta la casa de mis padres para después, días o meses después, guardar su pipa ennegrecida y cargado de poemas salir tranquilo por la misma puerta que una vez golpeó con sus nudillos. “Se sabe que el que vuelve no se fue”, le oí decir entre dientes. Han pasado las horas, han caído muchas hojas, han llegado otros libros y otras navidades. En esta tarde y su lluvia y su infusión de manzanilla y Ana que me mira con sus ojos orientales logro vislumbrar el mismo poema, la página cuarenta, el verso arrellanado en el sofá: “Se sabe que el que vuelve no se fue, y así la vida anduve y desanduve mudándome de traje y de planeta, acostumbrándome a la compañía, a la gran muchedumbre del destierro, a la gran soledad de las campanas”.

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