7/30/2007

El bicho humano

La verdad es que el bicho humano impresiona por lo raro. Se sabe que la solidaridad, el perdón, el compartir o la generosidad no son figuras sobresalientes en el altar de los hombres, asunto crucial a la hora de vislumbrarnos cabalgando sobre nuestra condición gregaria. Ya el bueno de Locke, filósofo descomunal en cuanto a contribuciones sobre el estudio de las sociedades, lo intuía de maravillas: para evitar que terminemos descuartizándonos, es necesario pactar, y ese pacto equivale a instaurar un Estado de Derecho, a construir el imperio de la ley. Nada menos.
Yo, que según Ana represento máximo peligro cuando se trata de acomodarnos un rato frente al televisor (en esencia porque hago del control remoto un juguetico nada más que para turistear de modo impositivo y egoísta por el abanico de canales), yo, que soy un peligro viviente contra la paz necesaria para captar qué vaina ocurre, o qué se dice, o qué plantea el programa que ella desea ver, pues nada, yo, responsable absoluto de lo antes mencionado, aún así detuve en seco mi pulgar justo cuando la megalópolis nipona apareció en pantalla, la misma que siempre me ha llamado la atención precisamente por megalópolis, por su exotismo y por su ejemplar manera de decirle adiós al quintomundismo redomado. La ciudad estaba ahí, con sus tiendas y su gente y el neón apretujado y los bares (sí, en Tokio también hay bares) metidos de cabeza a lo largo y ancho de esa hidra urbana con diez mil cabezas. Fue entonces cuando la tecnología (hablar de Japón, claro, es hablar de estas cuestiones) apareció tan cuadrúpeda como canina.
Y es que simpáticos cachorros de metal, perros cuyos lomos brillan por razones de aluminio, son el último grito de la moda inventada en tierras de samurais. En lugar de pelos, pintura metalizada; donde cabe una húmeda nariz, la perfección de hocicos de hojalata; en vez de esa baba que te salpica los cachetes, la asepsia de una boca que abre y cierra por obra y gracia de la electricidad.
Parece que las ventas son millonarias. Un robot de éstos tiene el dólar pegado de la frente, cómo no, pero lo que me hace fruncir el ceño no es el cojonudo éxito económico de tan lindas criaturitas, sino el extraño trueque, el hecho de que semejantes mascotas usurpen la función, y de qué modo, llevada a cabo por aquellas otras que se llaman Bobi y que mueven la cola, felices, sólo al escuchar que abrimos la puerta porque hemos llegado a casa.
En fin, que como decía al principio, ni la solidaridad, ni el amor rociado a diestra y siniestra es algo que nos distinga como especie, asunto a tener en cuenta si alguna vez pretendemos hurgar, echarle un vistazo a la curiosa dedicación, atenciones, mimos y consentimientos prodigados a los canes de silicio, hierro y chips. Que tantos niños sin pan, sin familia, sin instituciones que les brinden mínimo resguardo constituyan una verdad tan grande como dolorosa, se sabe. Pero lo que resultaría de lo más interesante averiguar es qué ocurre en las entrañas humanas, en los recovecos neuronales de los hombres, o lo que sea, al punto de que importe poco una realidad atroz que incluye a jóvenes, a ancianos, a enfermos, a pobres entre pobres, e incluso a animales cotidianamente maltratados, y a su vez importen mucho ciertos robots de compañía.
Mientras más lo conozco, más quiero a mi perro, dijo alguien refiriéndose a los hombres. La verdad es que el bicho humano sorprende por lo raro. La verdad.

1 comentario:

Arturo Serrano dijo...

Gracias Roger!! Sì vale, me metì en esto pues aunque sea poca la gente que lo lee a uno pues asì uno se mantiene al dìa. Te felicito por tu tesis. Ya me han contado del éxito!!! Saludos y como verás te tengo en mi lista de blogs favoritos.
Arturo