10/01/2007

Un conejo y un sombrero

Por cantidad de razones América Latina es caldo de cultivo para el populismo. En regiones inestables, con exiguos niveles de operatividad institucional y atravesadas por el cáncer de la pobreza a sus anchas, calan bien ciertos chasquidos que con puntualidad inglesa se dejan escuchar todos los días. No en balde quien aprovecha las pasiones que la incontinencia verbal, a manera de espada vengadora, remueve en el corazón y en las entrañas de la gente, tiene asegurada su aparición en las encuestas. De ahí a una alcaldía, a la gobernación, a una curul o a la presidencia hay una distancia proporcional a la retórica desplegada, a la demagogia puesta en escena.
Existe un nombre clave en todo esto: populismo. La palabra “futuro”, en boca de populistas consagrados, equivale a la meta que se deja ver allá bien lejos. El término “pasado”, en contraposición, funciona de maravillas como chivo expiatorio a la hora de repartir culpas y de explicar por qué andan mal las cosas. El presente, el aquí y ahora donde sólo cabe el estadista, hace las veces de limbo, de paréntesis que terminará sus días gracias a la revolución. Un paraíso de cartón llega entonces a velocidad pasmosa: así se entra, por la puerta grande y con alfombra roja, a la realidad que ve la luz en los los discursos y va a morir en el deseo.
Perón, Allende, Getulio Vargas, Menem, Bucaram, Chávez... todos muestran un rostro mortecino si abrimos bien los ojos. De sus neuronas, de sus afiebrados contoneos lingüísticos, del proselitismo a la enésima sólo quedan esparcidos los vidrios rotos de la ruina económica, de la inestabilidad social, de las divisiones de clase. Suponen, sin que nada ni nadie pueda hacerlos ver lo contrario, que de la miseria se escapa sólo redistribuyendo los ingresos, sin tomar en cuenta que el factor clave es el crecimiento, la producción de riqueza. Y es que resulta evidente: si ésta no se crea, mucho menos puede ser repartida. Verdad de Perogrullo.
Obvio, frente el fracaso de lo que guarda sentido sólo ante un puñado de sesos hirvientes, surge la cómoda idea de que las culpas de nuestros males hay que buscarlas más allá de nosotros. Ésta, por supuesto, supone una creencia que no soporta un escrutinio serio, pues si le pasamos revista a experiencias como la chilena, la española o la costarricense, para no ir más lejos, caemos en la cuenta de que con buenas ideas, con un proyecto consensuado de país, con gente preparada en los cargos adecuados y con dosis suficientes de creatividad y voluntad, es posible romper el mito de la dependencia que tanto daño ha producido. La globalización, aquí, jugaría papel fundamental: bien aprovechada, abrazando la modernidad, haciéndonos más competitivos, más productivos y eficientes, serviría como aliada extraordinaria.
Pero el populista, cuya mentalidad de brontosaurio tiene por guía una manera de concebir la realidad y el mundo ubicables en el siglo diecinueve, es en verdad fiel a sí mismo. Ante mil y un fracasos continúa pensando igual. Es, sin duda alguna, un reaccionario compulsivo: cambian los tiempos, cambian los hombres, y aún así su genética, su estructura de razonamiento y su conducta son incapaces de moverse un ápice, de evolucionar, lo cual trae remolcado el hecho lamentable, peligrosísimo por añadidura, de que se crean únicos, supervivientes, y en consecuencia mesiánicos, infalibles, depositarios de la verdad, la razón y la justicia. Menuda concepción.
En líneas generales, el populista latinoamericano termina por volcarse a artificios productores de ilusiones, siempre sobre la base de constructos retóricos. La lengua, para él, jamás podría ser eso que la gente llama “el castigo del cuerpo”. Todo lo contrario: ella labra mundos imposibles, es, ni más ni menos, una maquinita de arrojar pompas de jabón justo cuando la vida real ofrece un muro de concreto impenetrable. De este modo algunas palabras comodines vienen muy a cuento, engordan casi hasta reventar, para luego emitirse con intención explicativa, redentora de tragedias propias. La primera bien puede ser una abstracción beneficiosa hasta el cansancio: patria. De seguidas aparece toda una gama que funciona como fiel acompañante: traición, soberanía, imperio, CIA, apátrida o golpista.
Un populista es un mago, un individuo con talento para hacer algunos trucos y con extraordinarias dotes para el histrionismo, todo muy hermoso salvo que su radio de acción es un país y no un circo. Para obtener lo que ofrece, para lograr lo mínimo lograble según sus cuentos y maquinaciones, tiene que sacar, literalmente, un conejo de un sombrero. Nada menos.

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