4/06/2010

Amar en París

Existen lugares que te atrapan, ámbitos prefigurados para el encuentro. De entre los muchos cafés que esta ciudad ofrece, hubo uno que valió como mesa familiar, como espacio de contemplación, geografía perfecta a la hora de leerse un periódico en medio de otras gentes y destinos, buena o fatalmente entrecruzados.
Apenas a tres cuadras de la rue Legendre, adonde estuve en una habitación alquilada por dos meses, “Terrase 17” cumplió su parte del ritual: terminó siendo punto de fuga al que iba a parar después de la jornada.
Entonces el café, o la cerveza, el libro entre las manos, el tabaco que no falta nunca. Y en la otra mesa un joven alto, ni de treinta años. Llega el otro, algo mayor, un abrazo, un afecto compartido. Pienso en Venezuela. Uno se la pasa con el país entre las vísceras y como especie de Zavalita en estos días, se pregunta en qué momento se jodió la patria.
Apuro un sorbo y aquellos dos se toman de las manos, resplandece la sinceridad, son transparentes en ese milímetro cuadrado que es un café parisino a las once de la noche. La emoción les explota en pleno rostro, en el cuerpo a cuerpo cuya primera fase transcurre ante tus ojos. Se miran, sonríen, comparten una copa como quien se bebe en ella todos los pedazos del mundo. Estos tipos confiesan a todos que amar es un verbo y se acabó.
Uno de los dos, el más pícaro seguramente, expresa en el brillo de los ojos una alegría como pocas veces puede verse cuando sales a la calle. Más allá del dedo índice y por encima del imbécil que los escruta con sorna, sus miradas se contienen entre sí, una dentro de la otra, como peces juguetones o como batracios que se sacan las lenguas y no se cansan de jugar. Hablan sin palabras, se comunican en su particular idioma a punta de adrenalina y códigos secretos.
Paso la vista al libro de Manuel Vincent que me acompaña en esas horas, disfruto la prosa como avalancha desprendida de un reloj de arena, llevo el tabaco a la boca y doy algunas bocanadas, alzo otra vez los ojos: dos seres humanos permanecen ahí, se dicen amar con París al fondo y a sus pies. En un café la vida pasa, pero no termina. Aquí el lunes es jueves y el jueves es domingo, y asimismo cada quien lleva el fardo del tiempo que puso unos instantes sobre la silla de al lado, para otra vez echárselo a la espalda y atravesar la rue de Batignoles.
Termina la copa. Terminan la botella. Las miradas continúan mirándose, en silencio, casi en agonía, mientras quizás un juez, un transeúnte de lo más normal, siente ganas de partirles la cara, o el culo, y ordenar la calle y el planeta, que miren lo estropeado que anda.
Entonces cojo mi abrigo y pago. Me doy cuenta de que hay gente auténtica, de que estos dos se las traen, de que todavía es posible hallar cojones. Sigo mi camino atado a mi tabaco.


1 comentario:

ÁGAPE dijo...

No sólo en París, en muchos senderos se observa el secreto de los ojos, de las palabras que no hablan, del sonreir a escondidas, de las distintas formas de amar más allá de la piel.