4/13/2010

La chica de Ámsterdam

Cuando bajé del avión me pareció que el tiempo se había detenido. Casi no sentí las horas transcurridas entre Caracas y Ámsterdam, lo cual supuso una alegría adicional: aparte del hecho simple y llano que implicaba estar ya en mi destino, mis energías sobrepasaban las expectativas. Mientras descendía por las escalerillas comencé a imaginar, o mejor dicho, empecé a maquinar mi plan perfecto, la razón fundamental que me había llevado hasta la tierra de los tulipanes.
El clima era el mejor, con ese toque frío que toda la vida he añorado desde estos calorones, típico de tardes primaverales. Seguí con la chaqueta que unos días antes había comprado en una tienda de Upata, y añadí una bufanda con motivos del oso Yogui que el primo Raúl me obsequió cuando supo de mi viaje. Tomé un taxi. Como pude me hice entender: quería ir a la casa de Erick, el amigo ucraniano que no veía desde los días universitarios, quien vivía en este país gracias a una beca de estudios doctorales y, luego, a cierta osadía académica que lo llevó a optar por una cátedra en la universidad y que le arrojó dividendos muy interesantes: alojarse para siempre en el país de sus sueños.
Después de instalarme, darme una ducha y comer como Dios manda, tomé otro taxi. El Barrio Rojo, pequeño espacio que desde hacía mucho había llamado mi atención, estaba ahora al alcance de la mano. El chofer me dejó en pleno corazón de ese lugar hecho a la medida de un golpe de adrenalina. Aquel barrio significaba nada menos que la posibilidad de oír, ver, respirar y sentir el erotismo en plena calle, a la luz del día, martes, viernes o domingo; la transacción de feromonas, el entramado de fluidos que el sexo expone en el vaivén de cuerpos, miembros y lujuria. Pagué, me bajé, para luego pensar que había llegado a mi isla de la felicidad. Estaba en territorio prohibido. Me daba de bruces con mi sueño dorado.
En situaciones como ésta, vagar es una delicia. El placer de no hacer nada, de sólo contemplar, equivale a tenerlo todo. Entré a un bar que llamó mi atención por su fachada claroscura en la que una inmensa mujer de espaldas, con las piernas abiertas, hacía las veces de puerta principal. Pedí whisky y observé. A mi alrededor pululaban parejas de amantes, maricones a granel, putas elegantes, chicas a medio vestir.
Continué el paseo. Una mujer de pelo largo, sobretodo beige y mirada lasciva casi me embrujó. Era una reina en plena calle, una especie de diosa encarnada en alguien común y corriente. A través de su ropaje grueso se perfilaban los senos, se delineaba la cintura, te asaltaban sus caderas. Se fue, pasó de largo, pero había dejado una huella, sentí su presencia como un coñazo en la nariz. “Esas son las mujeres que valen la pena”, mascullé. Y continué mi camino al azar.
Entre abastos de productos afrodisíacos, sexshops de todos los pelajes y bares nudistas para ambos sexos me atrajeron las vitrinas decoradas con chicas ofreciendo sus encantos. Mujeres que, posando como Dios las trajo al mundo, escribían el precio en un cartón rosado. Nada de artificios, nada de trampas, nada de engaños viles: aquí estoy yo, allá estás tú, y en el medio la cifra del acercamiento, el orgasmo prometido.
Una morena brillaba con luz propia. Me acerqué, hablamos, era de Barquisimeto. Le di la vuelta al mundo para comprobar lo que siempre se ha dicho, que las de aquí no tienen competencia, que en cuanto a feminidad y otros encantos como las de aquí no existen otras. Lo comprobé a diez mil kilómetros de estos parajes. María Alejandra Zambrano, que así se llamaba aquella chica, era la ecuación perfecta.

1 comentario:

LEONER RAMOS dijo...

caramba, profesor, se la ha comido usted con este texto La Chica de Amsterdan. Poesía pura, sin los vericuetos de la sintaxis poética.