4/16/2010

La gramática y el coco

Algunos de mis estudiantes llegan a clases con la idea de que la gramática no sirve para nada. Sienten en lo más profundo de su fuero interno que tratar con ella es tiempo perdido. Además, confiesan que es difícil, aburrida, y que de un plumazo, si tuvieran el poder de hacerlo, sin que les temblara el pulso la desaparecerían de todo régimen de estudios; más aún, la borrarían de la faz de la Tierra. El Coco gramatical anda suelto y haciendo de las suyas. En lo que a mí respecta, suelo echarles el cuento de que si no fuese por su culpa me las vería negras para expresar desde estados de ánimo hasta órdenes, quejas o la más pura y simple frasecilla de amor. Eso de que la gramática carezca de importancia y ande por ahí arreglándoselas para complicarle la existencia a cualquiera, suena cuando menos bastante apresurado. El problema, creo, consiste en que lleva su tiempo vislumbrar conexiones entre ella y la vida misma. Suponer, como la mayoría, que la gramática se divorcia de lo que nos rodea es como aceptar sin ton ni son que las actividades humanas permanecen rígidas, inmóviles, sin interacción alguna, clavadas en compartimentos estancos. No faltaba más. Por mucho que hago el esfuerzo no logro imaginar periódicos, libros, una receta de cocina o un cotorreo en una esquina, sin la presencia vivita y coleando de esa soberana “aridez” que, a falta de mejor nombre, dieron en llamar gramática. ¿Cuál es la herramienta, tipo martillo o serrucho, de la que disponemos para concebir intelectualmente el mundo?, ¿de qué otra cosa podríamos echar mano si no del lenguaje para decir y decirnos?. No en balde Octavio Paz publicó un libro sabiamente titulado: "El mono gramático". O sea, que de primates podemos tener mucho, pero al final nadie nos quita lo bailao, lo cual implica que si de nuestros primos peludos se trata, pues nada, una serie de chasquidos lingüísticos, perfectamente estructurados y únicos, nos mantienen muy a raya. Vea usted por dónde van los tiros. Aclaro: más que vincularse o no con el mundo, la gramática casi es el mundo mismo, asunto menos complicado de aceptar una vez que nos percatamos de que sin ella no somos, de que “sin ella”, como dicen los boleros, no valdríamos más allá de nuestras pobres concreciones, de nuestra humilde condición de trasquilados bípedos. En fin, bien podemos darle con ganas a la lengua, bien podemos sostener, mire pues, una conversa de lo más sabrosa, de lo más humana. Sí, en esto la gramática parece el objeto de un bolero, esas canciones de arrebato que curan o hunden para siempre. Termina por fortuna salvándonos, tiende el puente entre posibles universos, unos oscuros, subterráneos y llenos de telarañas, otros luminosos, apolíneos, redimidos. Las fronteras entre ella y eso que han nombrado “vida real”, insisto, cargan cuando menos bastante neblina a cuestas, un denso claroscuro digno más bien de una pintura del gran Rembrandt. Mientras muchos hacen el intento de desaparecerla, mientras un conglomerado busca esperanzado las maneras de enviarla al infierno si es posible, en lo personal la tengo a buen recaudo. Nada más que por si acaso.

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