9/17/2010

Camila y yo

Hace cinco años, cuando cumplió dos, quise expresar la maravilla de su compañía. Cogí papel y lápiz e intenté no traicionar lo que sentía, es decir, no dejar de lado el hecho cierto de rasguñarme el corazón para dibujarla con palabras.
Ahora cumple siete y mis ganas atraviesan un sendero parecido: mirarme al espejo y encontrarla, echar la vista atrás y darme cuenta de lo que ha sido mi vida con ella, desde ella, gracias a ella. Lo primero que vislumbro es una paradoja. El magnífico instante (eso es la vida, un instante, una fugacidad) en que empezó a darme lecciones, cuando siempre, porque tal es la lógica que nos enseñaron, tenía por hecho dado que el asunto era al revés. Ese instante se estiró como el hule, llega al hoy, se expande fabuloso.
Soy más tolerante, no porque sea más bondadoso sino por una razón más compleja, porque puedo verme en ella, me enseñó a verme en ella, y a ella en mí, y comprendo lo que tanta veces he escuchado, lo que sonaba al oído como frases huecas en boca de farsantes: que es factible reconocerte en otros, que no, que no es retórica ni demagogia, y a ellos puedes percibirlos asimismo en ti. Ya cumple siete años, quiere un pastel, una piñata, quiere estar, me dice a quemarropa papá quiero estar contigo. Es extraño, pero de muchacho casi tenía la convicción de que los hijos eran una etapa de la vida que llegaba o no, que atravesabas o no. Es extraño pero más que eso, tenerlos equivale a comprender de golpe un mecanismo nuevo, un lenguaje nuevo, una vestimenta nueva, un entramado de realidades que te agarra por el cuello y hasta ahí llegaste, compañero, hasta ese horizonte danzaron tus certezas. Entonces aprendes o te hundes, vuelas como el niño que en el fondo quizás no dejaste de ser, o te acabas. Tomas las lecciones que te da ese imberbe o naufragas, y no querrás saber lo que te pierdes.
Desde hace bastante me entregué al toma y daca que implica el juego de preguntas y respuestas. Trabajo en una universidad, pretendo impregnar mis seminarios, por ejemplo, del aroma típico entrañable a la curiosidad. Preguntar, responder, volver a preguntar. Preguntar y preguntarnos, eso es. Nunca, jamás de los jamases barrí el piso como ahora, nadie, podría jurarlo sin temores, sabe acribillarte con las interrogantes justas, con la duda inacabable, con la respuesta inclemente que echa por tierra lo que habías sugerido como explicación hacía un segundo. Un hijo de esa edad te toma por los cuernos, te revuelca a placer, es el filósofo perfecto. Eso he tratado de aprender también, a pensar como ella, deseé lanzarme de cabeza al universo de la infancia, más genuino y más lleno de enigmas, de transparencias, que el mejor mundo novelesco, literario, imaginativo, que por excelencia califica a propósito de mi oficio.
Tengo la impresión de que a medida que crecemos, pues nada, las convenciones terminan por asesinar la promesa que es todo niño. Es contra lo que lucho en gran medida, y casi a sabiendas de que semejante combate a dentelladas tiene pocas garantías de triunfo, me parece que ciertas cosas pueden cambiarse de lugar, mucho de lo que pretendo, sí, quedará en mi pequeña. Es mi norte, mi punto de fuga ahora, darle un manotazo al día a día con la intención de evitar que éste, abrazado con la adultez que poco a poco llega, se salga del todo con la suya.
Mientras, ya no voy siendo el mismo. Porque si llego a fracasar en mi intención, ella, que cumple siete años, venció desde hace mucho. De algún modo me lleva de la mano, adapta mi retina a su mirada, puedo enfocar un poco a su manera, descubro una segunda piel por debajo de las cosas. Ha ganado, ha sido maestra de su padre. Pudo desfreír un huevo.

1 comentario:

Ana Virginia Cartaya dijo...

Este es, sin duda, mi favorito... que hermoso. =)