10/04/2010

Telefonía

Llegué al restaurante casi al anochecer. Habíamos quedado en vernos a las seis para hablar de los viejos tiempos, de cuando fuimos compinches de colegio y luego de universidad. Un accidente en la avenida produjo colas, trancas y una congestión de puta madre. Llegué tarde, claro, pero ahí estaba Raúl, exactamente como en los días idos, con la barba incipiente y con cara de muchacho a pesar de los años.
Un detalle: Raúl hablaba por el celular. Cortó en seco su conversación, cerró el aparato y ese rostro de niño grande se iluminó con una sonrisa que poco a poco reventó en carcajadas más que estrepitosas. Entonces, luego del abrazo y un sorbo a su cerveza, sonó el teléfono, por lo que de inmediato se instaló otra vez en una conversa interminable.
Toso, me froto las manos, carraspeo a ver qué ocurre. Nada. Mi buen amigo sigue con el móvil adosado a las orejas. Yo pido la segunda, la tercera cerveza de la noche, mientras Raúl le comunica al otro, o a la otra, que ciertos informes, que tales balances y cuales rendimientos porcentuales y dale que te dale.
Un teléfono hace las veces de interlocutor universal, y para qué la presencia de terceros. En un milisegundo, como colándome por una hendija, suelto las interrogantes de rigor. Le pregunto por la familia, a lo que el hombre asiente moviendo la cabeza. El celular aumenta el brillo justo cuando un golpe de luz le aporrea el lomo. Me distraigo escudriñando el aparato hasta que escucho un hasta luego, una despedida que me hace pensar en que ahora sí, vamos a tomar polares y a darle de verdad a la lengua, a la memoria, a regresar a aquella época de la pensión de doña Rosa, a la universidad, a ya usted sabe.
Suena de nuevo el celular. Raúl responde y se emociona porque resulta que a Carolina le aprobaron un crédito o algo por el estilo. Como un polizón, por segunda vez me cuelo entre el pabellón de la oreja y el teléfono de mi amigo, nada más que para preguntar por Raulito, el hijo, y por Patricia, la esposa, y por la señora Laura, la madre. Pero todo sigue igual y el tipo me responde que lo del crédito sí que lo alegra enormemente, que eso hay que celebrarlo, que, caramba, Carolina, nos vemos mañana en la oficina para decírselo a los otros y a ver pa’dónde cogemos en la noche.
Me doy cuenta de que el celular, antes plateado, ahora es de un negro mate que denota sobriedad. Trato de poner orden en ciertas cosas. Pienso un poco hasta que todo encaja: en realidad son dos los aparatos. Raúl anda por la vida con un par de teléfonos colgándole de la cintura. “Un cero cuatro catorce y un cero cuatro dieciséis”, explica con tanta autosuficiencia que no le cabe en el pecho.
Llamo al mesonero, que tiene cara de cualquier cosa menos de mesonero, y ordeno otra cerveza. Raúl sigue en el celular, desde luego, y es que a la pobre María Fernanda no le prende el carro. Hago un esfuerzo por escuchar la voz de esa mujer, medianamente percibida desde el lugar donde permanezco en mi asiento. La voz metálica de María Fernanda resulta entrecortada, aunque logro averiguar que no es un problema de gasolina, no, ni de batería, tampoco. En fin, que la pobre estará varada en Farmatodo.
A la octava cerveza la música de ascensor, esa misma que ponen en restaurantes como éste, resulta el colmo de la mierda. Le hago un gesto con las cejas, la boca y los ojos a mi interlocutor, algo así como una mueca que busca expresar cierto apremio, más o menos como diciéndole: coño, viejito, ¿y entonces? Raúl sonríe y con la mano dice ya va, ya va, ya va.
María Fernanda, viéndolo bien, tiene un nombre de lo más hermoso. Carolina también, por supuesto, no es que me parezca feo, pero vaya uno a saber por qué razón, a María Fernanda le puse un rostro entre dulce y tierno, es decir, entre acaramelado y fresco como una lechuga, mientras que a Carolina la favorecí menos con una cara entrada en años. Total, que mi compañero habla por el celular mientras apenas se da cuenta de que en voz baja, para no interrumpirlo demasiado, le pregunto si quiere otra cerveza. Me dice que no pase el suiche hasta que él diga, que no, María Fernanda, que esa es una pendejadita que se va a resolver ya, que por si acaso, revise otra vez los bornes de la batería.
Me voy, doy un sorbo largo a mi cerveza y me voy. Decido no pagar. Que lo haga él, que al fin y al cabo me convidó para esta vaina. Cuando levanto el brazo para despedirme, Raúl mueve de arriba abajo la cabeza, asintiendo, y entre dientes le escucho soltar un “bueno pues, saludos por tu casa”.
Ayer lo vi de lejos. Llevaba un celular, ahora versión moderna, manos libres, colgando de la oreja izquierda. Iba conversando de lo lindo.

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