10/05/2010

Qué cosas, Pablo

Fue más o menos a los trece cuando escuché por vez primera un trabajo de Pablo Milanés. En la Upata de ese entonces los que hoy son amigos de la infancia pasaban junto a mí bastantes horas zarandeando una pelota o echados en los brazos de algún árbol. Coincidíamos en la más importante de nuestras misiones, en la búsqueda sagrada de la aventura diaria que nos movía a sudar la gota gorda apenas arrojábamos los cuadernos luego del timbre final de la clase en el colegio, para entonces, liberados al fin, internarnos en un sitio medio desolado (traspatio de un viejo local que en su momento se llamó “Mueblería Troya”) donde éramos reyes y señores absolutos.
Hasta que llegó ese día. Un día como cualquiera pero con la particularidad de que una canción se metió en medio del balón de fútbol y la carrera en patinetas. Pablo Milanés, con todo y sus letras que las más de las veces constituían verdaderos enigmas, auténticos quebraderos de cabeza, hizo acto de presencia. No me pregunten cuál fue la melodía, porque por mucho que lo intento no consigo recordarla. De “Yolanda” probablemente se trató. Pero, la verdad sea dicha, a partir de ese momento algo nuevo se incorporó en nosotros, lo cual trajo como inmediata consecuencia la llegada de otros nortes, de otros hasta la fecha inimaginables horizontes. Confieso que, junto al descubrimiento de individuos como Julio Verne, Herbert G. Wells o ese personaje de los suplementos de antes, el invencible Kalimán, Pablo Milanés pasó ipso facto a ser parte de los mitos, de los dioses que uno va erigiéndose a medida que se interna en la niñez o en la adolescencia, especies de verdades suficientemente mezcladas con la dosis de mentira necesaria para que salgan a la luz seres cubiertos por un especial halo de misterio embriagador.
Me entregué, en ese tiempo, a la afanosa tarea de rastrear y de alguna manera conseguir los discos del tal Pablo, que era como cariñosamente lo llamaríamos después. La Nueva Trova Cubana se coló en nuestras pupilas, en nuestros cerebros y en nuestros corazones. Pablo y Silvio, Silvio y Pablo, ocuparon muy elevados lugares en el Olimpo particular de cuatro o cinco muchachos que empezaban a recorrer calles y a empaparse de esa cara ignorada de la vida, de sus vericuetos manifestados en taguaras, bares, calles solitarias y burdeles. Existía otro lado. Otra orilla estaba enfrente cuando las extrañas letras, contundentes, arrebatadoras, expresaban mucho más que mil discursos. En definitiva, una forma de cantarle a lo humano y lo divino, desconocida por completo, había aterrizado de golpe y nos llenaba las alforjas de azúcar y de miel. Un mundo mejor era posible. Descubríamos también en la música el espíritu inflamable de la poesía, del arte hecho tierra, hecho país, hecho patria.
Estuvo de moda, sí, la palabrita patria, pero sacándole el cuerpo al sabor ácido y amargo del chauvinismo castrador. Patria olía a cuerpo y alma sembrados en una geografía de afectos. Patria obedecía a razones cargadas de otras nociones como por ejemplo libertad. Ahora que lo menciono, las primeras ideas que de ella obtuve no las hallé en la escuela o en los insoportables textos de Moral y Cívica, ni en los de historia local, ni en las interminables peroratas almidonadas con fechas de júbilo nacional. Las encontré en ciertas canciones, en esos poemas musicales que nos abrían los horizontes y ensanchaban las ganas de vivir la vida a fondo.
Hasta que poco a poco mi andar (qué más quisiera yo, algo así como el que vislumbró Machado) reconoció menesteres, razonamientos posiciones y universos diferentes: más sinceros, más comprometidos, menos dados al gesto siempre listo, como he comprobado después, para la cámara y el flash. Con el tiempo la llama de la Trova se tornó apagadiza a la vez que me topaba, entre otros desencantos, con verdaderas groserías entre un decir y una realidad ubicada a millones de años luz. La Cuba de Mariel para nada reflejaba a la de Silvio. La ansiada libertad no parecía anclar en las calles de la Isla. Pablo Milanés y sus composiciones vagaban en un espacio escenográfico ya sin aliento, todavía hermoso en lo que guardaba como creación, pero falaz y mentiroso en el cuento de trasfondo. Así, mucho del mensaje original se trocó ante mis ojos en chasquidos de la lengua, en burda comidilla de salón y de micrófono, como bien lo grita a viva voz el señor Silvio Rodríguez con el chistecito de que “vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre…”
Tendrá sus razones don Pablo (porque le da la real gana, bastaría en circunstancias diferentes) para hacer uso, ojo que de notable privilegio, e instalarse en Madrid (¿por qué no Miami, querido cantor?) abandonando de un porrazo la copia insular del Paraíso. ¿Cómo le quedará el ojo, digo yo, si a estas alturas se atreviera a tararear “amo a esta isla, soy del Caribe, jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe…”?


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