1/18/2012

El beso y la mejilla



Mayo de 2005

Pues sí, sobre todo en estos tiempos uno anda a la carrera. Andar a la carrera implica varias cosas, entre otras la de darnos cuenta sólo de lo que nos interesa. Lo que nos interesa, verá usted, guarda por lo general una fuerza centrípeta de lo más personalista (yo primero y después yo) donde otras búsquedas o hallazgos bien pueden largarse con su música a otra parte.
Otras búsquedas o hallazgos. Eso es. Andaba yo hace días por ahí y justo al pasar frente a un colegio vi la escena. El hombre, entrado en años, aún con la mochila del niño entre sus brazos lo despedía con un beso. Alrededor lo de siempre, el movimiento constante del tráfico y la quietud pastosa del calor. La vida agolpada en un apuro, metida de lleno en los relojes.
Lo despedía con un beso, y esa imagen, que podría ser una de muchas repetida día a día antes de la entrada al cole, atravesó mis ojos y se incrustó en mi memoria. Porque un gesto cariñoso en medio del estercolero cae de perlas, o porque la sinceridad cobró forma sin demasiados aspavientos entre la vejez y la niñez, lo cierto es que el amor, la ternura, la belleza, lo milagrosamente humano se cuelan por hendijas que si a ver vamos saltan de esa esquina medio visible en la pared, o aparecen en aquella zona poco iluminada del rincón al que no vamos.
Lo milagrosamente humano, nada más y nada menos. Pensé en la historia del anciano y del pequeño. Traté de imaginar cómo serían sus vidas, cómo el fondo de aquel iceberg cuya punta había notado a las puertas de una escuela. Lo milagrosamente humano, ahí converge esto que quizás seamos, por demasiada mierda que en repartir uno se empeñe. Apenas ayer, mientras caminaba por la acera, entre la alcantarilla y un pedazo de cemento vi la hierba abriéndose paso a codazos. Esa visión me llevó otra vez al umbral del colegio y ambas imágenes, como una línea recta que se une en sus extremos hasta hacerse círculo, compartieron encuentro.
Encuentro, sí, de la hierba en plena acera y de un beso acariciando una mejilla. Me gusta escudriñar sus recovecos, cazar cuando se puede hilos comunes. Toparse con la incertidumbre para interrogarla, que también es otra forma de demostrar humanidad. Darse, en fin, de frente con ciertos ángulos de esta cosa llamada realidad, la cual es tal debido a que -como sugirió el buen Cortázar- no se le escapa ni la última migaja del sueño.

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