1/07/2012

El paseante



Me gusta caminar, me gusta pasear. Siempre he preferido irme a pie al trabajo (cuando era chico andaba los cinco kilómetros hasta la escuela) que esperar un por puesto o tomar un taxi. A la mayoría de la gente le molesta el sol, los zapatos, los callos de los pies o qué sé yo. La verdad es que en mi caso éstas son dificultades mínimas. Verá, más allá de percances que implican dolencias corporales o imponderables climatológicos, el calor o una llovizna guardan su particular encanto. Por fortuna soy un hombre sano, y caminar, viéndolo bien, quizás ha modelado semejante estado. De modo que pasear cobró en mí un efecto doble. Ha servido para la salud, y además se convirtió en mi pasatiempo favorito.
Cuando atravieso la calle Miranda, desde esa esquina donde alguna vez estuvo la farmacia Piar y hasta llegar al puesto de empanadas de Narcisa Palma, este pueblo se transforma. No es que sus casas dejen de ser casas o sus avenidas sufran algún cambio. No. Pero darse de bruces con la imaginación, abrirse camino a fuerza de invenciones que van y vienen casi al ritmo de los pasos, de las caminatas, tiene un significado que vale la pena escudriñar. Vamos a ver si me explico.
Un día vi La bella y la bestia, de Jean Cocteau, y juro por todos los dioses que esta calle era parte de la escenografía. La calle Miranda era una calle, cómo no, pero resulta que ante mis ojos iba mucho más allá de La bella y la bestia, digo, de esas versiones mediocres, comunes, venidas a menos que por lo general nos llegan a través de las malas adaptaciones y de las caricaturas Disney. Qué va. Cocteau y este pueblo sí que iban de la mano, aunque Cocteau era francés, de allá lejos, y esta calle un enjambre de gente, de casas, de tarantines comerciales a la orilla de un país llamado Venezuela. Caminar implica un encontronazo con la hendija, con la entrevisión que de buenas a primeras gana su espacio a fuerza de codazos.
Pero dije mal, o cuando menos fui sincero a medias. No sólo me gusta pasear, también me gusta el cine, y la literatura. Me gustan desde niño, no porque la escuela haya ejercido una influencia determinante en esos apetitos -todo lo contrario-, ni porque en la familia abundaran los lectores. Me gustan esas cosas porque simplemente muestran la vida no como es, sino como podría llegar a ser. Vaya usted a saber a cuenta de qué nace una novela o cómo se gesta una historia cinematográfica, cómo se crea un personaje y cómo se elabora la sintaxis de una obra maestra. Lo que sí sé, y muy bien, es que un cuento, una película que se las trae, terminan por ser la Celestina de un dinamitero. Todo lector o todo amante de películas entra de cabeza al mundo de los subversivos, y el mundo de los subversivos resulta siempre peligroso. Si no pregúntele a Bradbury, a Cabrera Infante. Pregúntele al pobre Quiján, Raúl Santamaría Quiján, el loco del pueblo, que según la leyenda de tanto leer casi termina fulminado por una apoplejía a media cuadra de la plaza Bolívar.
Salgo a pasear todas las tardes. Antes de bajar enciendo un tabaco y luego me dispongo a ver el mundo desde estos pasos que alguna vez ya no estarán, desde estos pies que serán pasto de gusanos. Ver el mundo en movimiento tiene sus ventajas. No es lo mismo la quietud del sillón, el silencio aséptico que muchos se procuran, que el ruido de buhoneros, de transeúntes apurados y, en fin, el ritmo ardiente de la calle Miranda. La calle Miranda es una página llena, un libro abierto, un fotograma en tecnicolor.
Desde que tengo uso de razón me llamó la atención el nombre de la mueblería. Troya. Se llamaba Troya. Era un nombre enigmático para este pueblecillo donde se respira todo menos el aroma mitológico, y más aún para un chico de siete u ocho años. Al pasar por ahí, a la altura del edificio San Francisco y sólo con cruzar la calle, justo enfrente la mueblería se abría como una flor en pleno campo. Luego supe que Troya había sido una guerra, y quizás por eso asocié las paredes carcomidas y las ventanas desvencijadas del establecimiento con los fragores de un combate. Imaginar Troya, que debe ser como imaginar esta calle, guardó entonces el encanto de lo clásico, lo que uno percibe a partir de ciertas remembranzas, de ciertas asociaciones que sabrán los dioses por qué y cómo suelen darse en la carambola que supone salir a pasear, pensar en la mitología, y hasta ver a Odiseo en medio de la gente. La historia de esa guerra, descubierta en la aburrida clase de la escuela, vino a interesarme gracias a este golpe de tres bandas, porque la vida es así y mire que tiene sentido, mucho sentido, buscarle la quinta pata al gato.
Como me gusta la literatura me ha dado por pensar que la vida posee bastante de cosa libresca. Voy a confesar asuntos que por lo general mantengo reservados. Da la casualidad de que al salir a la calle, la sensación de que uno vive cierta historia que otro ha escrito cobra fuerza. O el cine. También he imaginado que el mundo es un inmenso cine y que algunos de nosotros somos los actores. Que estas casas y el cielo y los pájaros y mis conversaciones no son más que parte de la obra. Un obra de arte, o una obra mediocre, qué más da. Por eso La bella y la bestia, por eso Cocteau, por eso tantas veces la señora de la esquina, la de los periódicos, a media luz guarda el semblante de Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo, y el vendedor de hamburguesas es nada menos que Nino Castelnuovo.
Tomo una bocanada y expulso el humo con placer. Es un Bermúdez, nada extraordinario pero me gusta. Eso es suficiente. Comienza a lloviznar. Ja, ja, ja, pienso en Bailando bajo la lluvia, pienso en Toto soportando el frío y la lluvia, por días, por meses, sólo por amor bajo aquel portal a la espera de su amada. Cinema Paradiso. Algo tan hermoso como Cinema Paradiso. Le doy otra chupada al cumanés, juego con el humo. Entro a la librería de don Ramiro.
El viejo vende libros, lápices, cuadernos, tarjetas. Los anaqueles están dispuestos en líneas paralelas, a veces perpendiculares, formando recovecos, de modo que en ocasiones, cuando te tomas el tiempo para hurgar en ellos y te entregas a la tarea de perderte en sus entrañas, no sabes si estás en una librería o en un verdadero laberinto. Es una sensación extraña, no sólo porque hay buenos ejemplares compartiendo espacio con peluches o pegatinas escolares, sino por la razón sencilla de que ahí la atmósfera casi puede materializarse, casi es posible tocarla. Mal iluminada, el claroscuro te traga por entero. Es una librería donde puedes hallar un ejemplar viejo, usado, con la rúbrica de algún dueño perdido en el pasado, o uno nuevo, inmaculado, oloroso a tinta fresca. La virginidad de los libros tiene que ver con su lectura, claro está, pero asimismo involucra el manoseo, la caricia, los ojos que recorren cada una de sus páginas como si fuesen piernas femeninas.
Entro a la librería y es como si entrara al cielo. Entrar a una librería tiene el efecto misterioso de procurarme una tranquilidad que sólo he encontrado en la paz de las iglesias. O de los templos, según corregía la hermana Amelia allá en segundo grado. “Se llaman templos, templos, tem-plos”. Un templo y una librería comparten el mismo punto de fuga, el horizonte común del alma humana. Ahí, en ese lugar con polvo y telarañas, Nicolás, Luis Canache o Adán Astudillo, amigos de años, dan cuerpo a la feligresía. Yo soy otro, por supuesto, un fiel que únicamente por respeto -en los templos no se fuma- abandona su tabaco en la soledad del cenicero que descansa sobre el escritorio carcomido de Ramiro.
El calor es una gelatina. Nicolás sonríe al verme y le masculla algo a Luis, en voz muy baja. Los saludo, me alegro de encontrarlos. Adán se quita los anteojos y suelta: “mire, poeta, Los autonautas de la cosmopista. Llevo aaaaños buscándolo”. Luis pregunta por Mariana, por Carlitos, por Alfredo. “Estamos todos bien”, respondo. Estamos todos bien. Qué película, una fiesta, un brindis por la amistad es lo que es, la prueba fehaciente de que la soledad también es un lugar para el encuentro.
Me detengo ante una biografía de Kawabata. La hojeo, la ojeo, la dejo otra vez en su lugar. Escucho un ruido hacia la entrada y es Ramiro cerrando la puerta porque viene de la calle. Había ido por un café con leche. Y entonces se echa en la silla y se hunde en una montaña de papeles que cubre el escritorio.
Voy al fondo, con el inconveniente de que mientras más avanzo hay menos luz. Así es esta librería: atenta contra los clientes, contra sí misma, favorece sólo al oculista. Dos pasillos a la izquierda, luego cruzo a la derecha y sigo un poco más. Disfruto de los libros, paso la vista por ellos como si fuera una máquina, como un escáner, con la solvencia que da el hecho de llevar años visitando estos lugares. Cojo otra biografía, esta vez es Graham Greene, libraco muy antiguo de un tal Ronald Matthews. No lo he escuchado, ignoro ese nombre. “Los libros pueden significar tanto como los seres vivientes; no fingen ni adulan; si pueden seducirnos, es sólo por lo que son o por lo que nosotros les aportamos”. Página sesenta y siete. Lo abro al azar y después de leer me digo que es apenas una frasecilla. En la portada Greene luce circunspecto, muy formal. Es un inglés, uno que supo escribir. “Los engranajes no habían comenzado a moverse; el porvenir no estaba todo cerca de mí, en los estantes, esperando escoger entre la vida de un práctico contable, de un funcionario colonial, de un plantador en China, o bien, de un empleado fijo de banca. Esperando elegir entre la felicidad o la desdicha y, más tarde, entre varias muertes, una forma precisa de muerte; pues es tan cierto que escogemos nuestra muerte, casi como escogemos nuestro trabajo”. Página noventa y seis. Y eso es lo que hacemos, ¿no?, escoger, elegir, dar al fin con la muerte que terminamos por seleccionar. Luis, Adán y Nicolás se fueron ya, no los veo, juraría que se esfumaron.
Aquí da la impresión de que el tiempo se detiene. Este local lleno de estantes parece una pompa de jabón en la geografía marchita de este pueblo. Antes y ahora, siempre me pareció que abrir esa puerta, pasar al interior, implica abrazarse con una galería saturada de otras cosas, cargada de cierto no sé qué brumoso, de tiempos que no son éstos.
Otra vez cruzan el umbral. Raúl da unos pasos seguido por Marcos y Javier. Saludan al dueño, que fuma un cigarrillo sentado en su escritorio mientras pasa la vista al periódico del día. En la Mueblería, Raúl, Javier -su hermano-, y yo, reinábamos a nuestras anchas. Un jardín particular, un revival del Edén pero en pleno siglo XX. Béisbol, fútbol, mujeres desnudas. Sí, mujeres desnudas y cigarros furtivos. Mujeres en cueros arrancadas de Playboy, la apetecida revista que robábamos a Jorge, el hermano mayor de Mayed, y manteníamos escondidas en el mejor lugar posible: debajo del colchón de alguna cama.
No me han visto aún. Sigo pensando, recordando. Estar vivo tiene esa particularidad, puedes sentir de otra manera, una que no crees olvidar nunca; la realidad es algo implícito, sobreentendido. La realidad te aplasta la nariz y entonces juegas a la pelota, a los vaqueros, a la gallinita ciega o a ser héroe. La realidad tiene ahí que ver con tus entrañas. Estar vivo supone que no te preguntes por estar vivo, más si tienes doce o trece años, como tenía yo, cuando la inmortalidad rondaba a cada paso.
Me dan el abrazo de costumbre, preguntan por mi madre -primero Marcos y luego Raúl-, por los días sin verme. El dueño ofrece un poco de té y vamos a buscarlo. Llevamos las tazas de regreso hasta el pequeño espacio en el que estábamos para seguir conversando. Estar vivo es más o menos eso, preocuparse por los otros, supongo, pensar en los amigos y esperar que a diario la rutina deje de ser rutina, que se transforme en invención, que se renueve, que te aplaste la sorpresa. Me parece que vivir es como ir al dentista, pero sin demasiado miedo a la anestesia. Vivir es no estar paralizado.
Cuando veo la hilera de libros de Cortázar uno de ellos logra que se me ilumine el rostro. Desde hace años lo busco sin éxito porque pareciera que huye de mí, que se me escabulle como agua entre los dedos. La vuelta al día en ochenta mundos está ahí, esperándome, casi guiñándome los ojos. Habría sido imposible que otro lo encontrase, tengo la seguridad de que La vuelta al día era para mí y se acabó: nos topamos de frente. Quedé en visitarlos en la noche, unos rones, una pasta al dente, vino. Raúl se excusa, se retira, se va a la gallera, que según él es el palacio del deporte más apasionante de este mundo. Le gustan esas escaramuzas, ve en ellas un arte que a la mayoría produce náuseas.
Cortázar es alto, bastante alto. La mitología empalma con la realidad, se encuentran como una mano y un guante, y en este caso Julio confirma semejante idea: es tan alto como los cuentos tejidos al respecto. Suelo hallarlo aquí, sólo aquí, asunto de lo más curioso porque nunca va a otros lugares. No lo veo en la plaza, ni caminando por ahí; resulta extraño pero no lo veo siquiera en los cafés, que no abundan demasiado aunque existen unos pocos. Prefiere el whisky con hielo, “con mucho, mucho hielo por favor”. El ron martiniqueño, que bebe dando sorbos pequeñísimos en su bungalow isleño. A lo Clark Gable, lleva siempre un cigarrillo colgado de los labios.
La calle Miranda termina siendo un pasadizo. Esta calle y esta librería guardan una relación que trasciende el perímetro del arte. A través de esos cristales -los del arte, digo-, que dan lugar a otra mirada, a otra vuelta de tuerca, la calle, la librería, el sitio exacto donde alguna vez existió la mueblería Troya, cobran el punto justo de lo que para cualquiera finaliza en misterio, en enigma cuya solución pasa por saber que no tiene solución, o cuando menos no una razonable.
Uschie Digard, Uschie Digard, ¡ah!, Uschie Digard, la hembra Playboy que aquellos años se paseó a sus anchas por la mueblería, que se mantuvo en pelotas, dueña de unas tetas que para qué te cuento, de unas nalgas cuyas redondeces no tienen paralelo en la historia de los culos sembrados en nuestras fantasías y nuestras revistas, se deja ver entre la Fuente de Soda Sabatino y la esquina de la plaza. Al atardecer, cuando sopla la brisa y la luz cae como a través de un vitral gótico, Uschie luce su ropaje mínimo, sus tetas imponentes, mueve las caderas y nos echa en cara esas curvas de infarto, ese rostro tal como lo vimos en papel glasé. Entra a esta bendita librería, arroja un “buenas tardes” casi susurrándolo, viene directo hacia mí.
Ni Marlene Dietrich en Der Blaue Engel. Nada se asemeja a esta mujer que arroja feromonas todo el día. Ni la Loren en aquella escena con Mastroianni a sus pies, acurrucado encima de la cama presa de aullidos de felicidad mientras Sophia hace de las suyas. Ni Liv Ullman. Ni Bardot. Nada de nada. Se despide, se va, con malicia da la vuelta y atraviesa de regreso esa puerta que hace tres minutos abrió para clavarse ante mis ojos.
Estar vivo tiene sus encantos, pero tiene también su lado oscuro. Estar vivos hace que soñemos. Convengamos en que la vida de todos los días, el tránsito mondo y lirondo desde el domingo hasta el domingo obliga a que se den estados entre vigilia y duermevela, entre lo ficticio y eso que llamamos real, entre… pero paciencia, un momento, esperemos un momento.
Cojo La vuelta al día y la coloco sobre el escritorio de Ramiro. Me llevo ese libro, ¿recuerdan?, les dije que era una cita organizada de antemano, me lo llevo y punto. Cortázar se mesa la barba, enciende otro Gitane. El tabaco le cae como el agua al sediento. Juega al gato y al ratón con el mundo, con las cosas, con el tablero que supone el movimiento de los días y de las noches. Si la vida es como yo lo aseguraba estaba equivocado. La vida es un poco como la vamos suponiendo, como la vamos perfilando entre ceja y ceja, más allá de circunstancias que a veces pesan como lápidas. Y conste que no soy sartreano, jamás de los jamases.
Sigo explorando anaqueles. Me llevo la mano a los bolsillos y de inmediato recuerdo la cinta de ese mismo nombre, La mano en los bolsillos, una historia que me atrapó, que me ayudó a entender la vida. A entender la vida. Sí, a entender la vida. La dirigió Bellocchio. ¿No podría ser éste un set de esa película? ¿No será ésta una función, en un cine cualquiera, digamos la función de las siete, y yo y todos y la librería y la calle Miranda y la Mueblería sólo un rollo de acetato?
He llegado a la conclusión de que estoy muerto. Camino, salgo a pasear, vago por ahí, jamás desayuno almuerzo o ceno, ni tengo cosas pendientes que resolver a última hora. Es perfecto. Lo más perfecto es la muerte, y lo más raro, light, casi posmoderno. Esta calle es un universo, se da a sí misma el comienzo y el final, se muerde la cola, es el punto de origen y el punto de fuga, es decir, me percato de que el cielo y a veces el infierno caben trenzados, juntos y también revueltos en este único espacio que los contiene. La muerte es borgeana, quién lo iba a decir. Todo un Aleph.
Estar muerto ofrece sus atractivos: el mundo gana otro matiz, se despliega de modos diferentes. Ignoro cuándo morí y cómo. Tampoco me interesa. Intuyo que lo estoy y eso me basta, vivo mi muerte y nada más, lo que me hace un muerto original, casi un muerto de la risa. Tornattore hace su entrada, saluda al viejo que continúa fumando. Llega hablando con Kinen, un amigo de la infancia. Suena la banda, escucho el solo de violín. Ennio Morricone, la música es de Ennio Morricone.

1 comentario:

Unknown dijo...

Recorrer espacios y recuerdos, ensimismarse hasta perderse. Un relato que entraña y extraña. Una añoranza que se pierde entre los rincones de una calle, de una vida.

Un beso.