5/07/2012

Neruda y yo



De niño me di de bruces con Neruda y entendí que el mundo era uno y era muchos. “20 poemas de amor y una canción desesperada” fue lo primero que cayó en mis manos, en esa edad, los nueve o los diez años, cuando por lo general se piensa que la desesperación es asunto sólo para otros.
Hasta ese momento suponía que la vida, los días que me tocaba transitar, es decir, esa cosa llamada rutina: levantarse, comer, ir a la escuela, regresar a casa, almorzar, escaparse a jugar con los amigos, regresar otra vez, cenar, acostarse y al día siguiente recomenzar como si nada, formaba una pieza única e inamovible. Creía que vivir a diario no aceptaba otras posibilidades más allá de las que en mi caso particular se repetían todos los días, una seguida de la otra. Con Neruda aprendí a relativizar el tiempo, las personas y los hechos. En verdad no todo era un monolito que atravesabas a manera de vivencias sino todo lo contrario: vivir era parecerse justo a eso que el poeta mostraba en aquel libro. Y aquel libro me enseñaba un lenguaje encantador, decía cosas que me hacían fruncir el ceño, tocaba asuntos que no entendía del todo pero qué podía importar si me fascinaban a la vez, lo cual sirvió de gancho para invitarme a buscar libros parecidos, libros en los que valía escribir los versos más tristes esta noche, sí, pero también comparar la silueta de las chicas, por ejemplo, con esa línea sugerente y femenina de un violín al compás de Bach o de Tchaikovski.
Leí a Neruda y fui aprendiendo que hay modos de decir lo mismo. Es posible expresar felicidad, arrebato, decepción, y hacerlo a lo vulgar o elevarse, rasguñar las nubes desde el fondo de una página bien hecha, desde el entramado hermoso de una sintaxis tejida a fuerza de neuronas y sístoles y diástoles. Leí a Neruda y, cosa curiosa, me hacía una imagen de ese ser que figuraba retratado en la solapa de mi libro. Acercarme a su obra suponía navegar un poco por su vida. Eso creía a esa edad, y sea verdad o no el recuerdo del primer Neruda vive hoy como el más feliz y el perdurable, el que la memoria construye a base de hechos subjetivos y búsquedas particulares, no importa que seas un imberbe con ganas de comerte el mundo.
Neruda, un gordito amigo, un señor capaz de hacer piruetas con palabras, cosa fascinante. Un tío simpático que se enamoraba como yo, quizás en silencio como yo (los “versos más tristes esta noche” caían en mí como herraje y pesadumbre sobre el deseo de amor más puro). Neruda iba siendo un hombre sabio en quien podía confiar, un caballero de nariz enorme con quien charlar todas las noches. Leer se transformó en algo divertido, alucinante, embrujador. Leer fue conversar en la soledad de mi cuarto, a la luz de mi lámpara, con gente a quien yo creía entender y me entendía. Era un diálogo fructífero, mi mejor secreto, mi mayor fuente de encuentro con los otros.
Una vez pasé la vista a la descripción que John Dos Passos en sus “Años inolvidables” daba de Antonio Machado, y decía así: “Machado era corpulento, andaba torpemente y vestía traje arrugado con brillos en las rodillas. Su sombrero siempre tenía polvo. Daba la sensación de estar más desamparado que un niño ante los asuntos de la vida, de ser un hombre demasiado sincero, demasiado sensible, demasiado torpe, a la manera de los eruditos, para sobrevivir: ‘Machado el bueno’, lo llamaban sus amigos”. Leí a Dos Passos, lo devoré, y creo que terminé haciéndolo porque lo que afirmaba de Machado se me parecía tanto a Neruda que quise saber más del español. Fue la forma en que di con él, y leí “Cantares”, y lo escuché también en un casette Sonoco donde resaltaba el nombre de Serrat, y fue otra revelación. La literatura era capaz de desnudarme, de metérseme en los poros, de dar conmigo, lo que finalmente resultó el descubrimiento más grande de mi infancia. El mundo era uno y era muchos, y ahí estaban Neruda y Machado, luego Cortázar, y otros y otros para refrendar esa verdad. Leer significaba abrir el libro de poemas o de cuentos, la novela, el ensayo, pero suponía sobre todo descifrar el mundo desde ciertas coordenadas, distintas, riquísimas, que vislumbré, bien o mal, gracias a su influencia.
Leo a Neruda y recuerdo en la distancia cómo lo conocí. Veo a un muchacho que en su habitación abre el poemario, goza cada palabra, quita el velo de una realidad insospechada y se deslumbra. Más allá de la experiencia y de los años, por encima de sinsabores y desencuentros futuros, dándole la espalda al individuo que cantó loas a Stalin y calló ante el horror soviético, Neruda me hizo ver que el lenguaje es un sombrero negro y que de ahí saltan conejos enigmáticos, mundos que no imaginaba, presencias que no creía posibles. Aunque sé que no podemos desvincular al hombre de su obra, y su obra es su hacer y su vida en cualquier ámbito porque no valen partenogénesis de nadie, me quedo con el Pablo de mis primeros años. Prefiero, antes y ahora, recordarlo así.

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