5/08/2012

Para recordar a Ángel Rama



Acabo de terminar el “Diario (1974-1983)” de Ángel Rama (Montevideo,1926- Madrid,1983). Estudié con algunos de sus libros mientras hacía mi pregrado en la Universidad de Los Andes, y confirmo ahora lo que supuse en aquellos momentos: se trata de un hombre estudioso, muy inteligente, apasionado por su oficio y capaz de transmitir esa energía a quienes se toman el trabajo (brindándose asimismo el placer) de leerlo con atención.
Junto con Carlos Martínez Moreno, Idea Vilariño, Ida Vitale y Mario Benedetti conformó la camada de jóvenes (llamada Generación del 45) que en la segunda mitad del siglo XX sacudió el paisaje cultural de su país, Uruguay, del cual saldría exiliado luego del golpe militar del 73. Crítico literario, teórico de la literatura, pero más que esto agudo observador de la historia y sociedades de su tiempo, fue un perseguidor de esos hilos que tejen el entramado textual, artístico de toda una región y supo combinar como pocos el quehacer académico con la actividad estrictamente creadora, es decir, dejó para la posteridad estudios eruditos sobre la cultura hispánica que son en sí mismos piezas maestras de escritura imposibles de hacer a un lado si lo que se pretende es conocer, hurgar, develar las entrañas de este espacio ambiguo y resbaladizo llamado Latinoamérica.
Leyendo su diario me encuentro con buena parte del clima intelectual venezolano que según él impregnó los setenta. No escatima el profesor Rama en sus descripciones a propósito de lo que encuentra, y concluye argumentando que en general es mediocre, acomodaticio, pueblerino. Sufre de un mal que no necesariamente nos ha abandonado por completo en el presente: el hecho de hacer las cosas a medias, de emprender proyectos cuyo fin, tal como estaban pautados, se trunca gracias al desapego por el trabajo de largo aliento, por la pasión, por el estudio temático sustentado en la paciencia y el rigor a toda prueba. Se desprende de sus apreciaciones que se refiere, sin ninguna duda, a un cuerpo intelectual de poca monta.
Asfixiado por una Caracas cuyas directrices culturales carecen según él de bases sólidas, llega a afirmar: “no hay vida intelectual. Chismografía, pequeños intereses, exhibicionismos pueblerinos. Pero nada de auténtica pasión por la tarea intelectual, ni diálogo sobre sus proposiciones. Uslar Pietri contesta (mal) un artículo de Paz, y ninguna reacción a ese intento de diálogo. Comidos por la vida trivial y la pueblerina imitación de lo que creen las maneras de los escritores. Repiten gestos, a falta de poder asumir los significados intelectuales que rigen esos gestos”. Me llama la atención entonces una frase que no creo gratuita: “vida trivial”. Y es eso, tal cual, mucho de lo que hoy en día padecemos, no sé si como extensión de aquel momento (si acaso Rama estaba en lo cierto), no sé si como una característica novedosa en nuestro presente, cuestión que me luce más lejana. Un exceso de trivialización, es preciso recalcarlo, que cubre prácticamente todos los órdenes sociales. Entonces campea el amiguito, el compadre, el camarada, el vivo, el Tío Conejo haciendo de las suyas. Ocurre en cualquier ámbito en la vida de este país atormentado, y la intelectual es una que no tiene por qué ser la excepción. ¿Tiene razón Rama? ¿Exagera? ¿Apreciaciones de un hombre consumido por la soledad, por el sufrimiento, por la dureza del exilio? No me atrevería a afirmarlo o a negarlo, pero creo entrever muchas certezas en cuanto sostiene a lo largo de su diario, y aún más, como dije antes, en el presente que va siendo esta primera década del siglo XXI.
Rama sufre por el Uruguay, ve caer la democracia mientras estaba en Venezuela a propósito de un seminario que ofrecía en la Universidad Central, y observa en consecuencia cómo sus instituciones se vienen abajo, derribadas por el gorilismo trepidante que tanta vergüenza, horror y daño causó en nuestras sociedades. Sufre el rechazo de sus pares, lo que no duda en calificar como xenofobia. “Terminé anoche el ensayito sobre Leopold Senghor (que vendrá a Caracas la próxima semana) para el Papel Literario de “El Nacional”. Me había prometido no escribir más para ellos -tan llenos de problemas y molestias para mí-, pero he cedido hace tres semanas con mi nota sobre Aleixandre y el calor de unas pocas voces amigas (bien pocas) me ha llevado a reincidir. No me sorprenderá que no bien aparezca me ataquen, pero sin duda me dolerá. Vivo con la sensación del acosado; igual que Marta. Y me temo que si eso cambiara sentiría que ya es tarde y que no me podrán consolar de lo que me han hecho padecer. Bien caro me han cobrado el pan del exilio (...) Implacable insomnio. A las cuatro de la mañana, exhausto, ingiero pastillas para dormir, a sabiendas de lo que será el día siguiente de trabajo. Lo insoportable no es la falta de sueño -por lo general duermo mucho y apaciblemente- sino la pérdida de dominio de la actividad psíquica que me lleva a presenciar, sin fuerzas para contenerla, una sucesión frenética de imágenes. Como ya es corriente, últimamente, ellas se transforman en una angustiosa defensa y ofensa contra la persecución por parte de los seudointelectuales (borrachos y xenófobos, incapaces de toda digna tarea intelectual) que han dominado y prostituido la vida cultural del país y se han ensañado contra nosotros".
Luego, aunque en Caracas nunca halló acomodo definitivo para su hacer, aunque debió ingeniárselas para sobrevivir en medio de penurias de toda índole, las cosas mejoraron, pudo salir de la cárcel que significaba la capital, la ciudad con la que no hizo buenas migas, con la que jamás terminó abrazándose. Pudo retomar, como lo había hecho antes del exilio, su actividad académica en otros espacios (América del Sur, América Central, Europa, América del Norte) y dialogar con ellos para finalmente entender más a fondo qué iba siendo nuestra región, nuestro continente, Latinoamérica. La situación mejoró, como correspondía a un espíritu emprendedor, a un trabajador extraordinariamente productivo, a un hombre de genio, a un intelectual de su calibre. “Acuerdo con Sonowski para dictar un “semester” en la Universidad de Maryland, del 10 de enero al 15 de mayo. Es el primer movimiento de despegue que pone en funcionamiento mil pequeños asuntos (trámites) para poder salir de aquí: casa, carro, dinero, empleos, obligaciones postergadas, papeles, visas. Es una montaña que hay que ir royendo, aunque no sea más que un ratoncito. Lo más grave es la separación de los chicos. Como Marta, voy tramando viajar, vacaciones, encuentros. Lo segundo son mis libros y papeles. Lo tercero la Biblioteca Ayacucho. Lo cuarto… Confío en repetir la paz de los meses pasados en Stanford el año 1976. Marta y yo fuimos felices, aunque en algo que se parecía a haberse salido del mundo. Mi voraz lectura en la biblioteca, nuestros paseos en bicicleta, nuestras escapadas a los cines (con películas europeas), nuestros viajes a San Francisco, la buena amistad de algunos colegas. No conozco la Universidad de Maryland, sé que el invierno es allí crudo (y eso no me hace bien) y sé que lucharé nuevamente con el inglés. Si en ese tiempo sale la Smithsonian, seguiré allí y será otro tiempo de mi vida, de nuestra vida”.
Creo que Rama, aun cuando vivió en carne propia las tribulaciones económicas, la insolidaridad, la falta de afecto de un país (en verdad de una ciudad: Caracas) hizo escuela entre nosotros, construyó un legado muy difícil de igualar en el presente y en cualquier momento. La Biblioteca Ayacucho fue la herencia intelectual, concreta, más grande que dejó tras él mientras estuvo aquí. Por su ambiciosa estructura, por su rigurosidad en tanto colección fundamental para comprender mejor esto que somos, ha sido sin lugar a dudas la empresa más ardua y feliz que Ángel Rama emprendió y logró consolidar en Venezuela. Ahí, en uno de sus tomos estudié con placer muchas horas cuando cursaba mi carrera, hace unos cuantos años, justamente en un trabajo suyo, delicioso, erudito, clarificador, acerca de literatura, sociología y pensamiento latinoamericano. Un quehacer monumental de aproximación crítica a la cultura que nos sedimenta y en la que vivimos, llevado a cabo por el más renacentista de los intelectuales de su tiempo, según la apreciación de Noé Jitrik. Vale la pena acercarse a su trabajo y disfrutarlo, hoy, mañana y siempre.

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