6/12/2012

Upata: 250 años



No tenemos memoria y nos importa un pepino. Enseñamos la historia como lo que no es, aburrida, llena de telarañas. Hacemos de nuestro pasado un somnífero y los estudiantes, por ejemplo, terminan roncando mientras alguien, en mala hora llamado profesor, echa a volar cuatro sandeces en lugar de ideas estimulantes.
Hay lugares, otros sitios o países en los que darse una vuelta, pasearse por ahí, guarda implicaciones que reverberan muy adentro. El recuerdo hecho historia se respira en las calles, anda bien documentado en museos, avenidas, casas, en espacios que alguna vez fueron escenario de acciones para no olvidar. Pero aquí, lo que se dice aquí, en Upata pongamos por caso y con las debidas excepciones (pienso en Luis Reyes Romero o en Pedro Suárez, quienes han ejercido con decencia el quehacer cultural desde el poder), la cultura como institución, más allá de monsergas cotidianas en boca de funcionarios obtusos y alérgicos a ella se va de vareta en medio del fastidio y del ronquido, de toros coleados o templetes. La cultura hace de las suyas en minúsculas, lo cual es una bomba fragmentaria en contra del presente y del futuro.
Otras gentes lo saben de sobra: decidieron alguna vez que hacer una república pasa por tomarse en serio lo que hemos sido y pretendemos ser, y que la memoria colectiva tiene que entrar por los ojos, por la piel y hasta por el oxígeno que respiramos. Se dieron cuenta de que forjar ciudadanos y ser cultos trasciende celebrar fechas gloriosas en el salón municipal, por lo que la libertad, los derechos, las obligaciones, abrazados con el devenir desde hace siglos, con la historia cotidiana, menuda, la que se construye cada día y desconocemos porque también somos indolentes e ignorantes como pocos, están ahí para recordarnos que la cultura de verdad supone un tránsito común por los caminos de mil acciones que nos amalgaman, nos dan rostro y personalidad.
Uno camina por Upata, es decir, guarda el carro y sale a patear el centro, a conversar con amigos, a buscar una mesa de café para sentarse y ver pasar la vida, y en el periplo la desmemoria saca los colmillos, glop, glop, por la razón sencilla de que vive a sus anchas alimentada por el caos, el pragmatismo riguroso, la nadería y mediocridad de tanto demagogo por metro cuadrado que practica su especialidad con aire de Bogart en plan de cacería, cigarro ladeado y toda la parafernalia.
Entre tanta gente que dejó una huella, en medio de hechos que probablemente se gestaron, nacieron, tuvieron plena inspiración en este pueblo, ese bagaje de experiencia humana, de verdadero hacer brilla por su ausencia entre los upatenses. No hay una placa conmemorativa, no hay un dato visible, público, en la fachada de un colegio o al lado de un portal, a propósito de seres que dejaron el pellejo, las neuronas, el talento, la pasión y hasta la vida por legarnos un mundo mejor que el que encontraron. Y ojo, que no me refiero a placas o recordatorios para que los caguen las palomas, que igual nadie va a leer ni a ver. Hablo de la presencia necesaria, espiritual, simbólica, de estandartes que a cada paso nos recuerden que formamos parte de una linfa hecha posible a punta de historia que nos une. Hablo de elementos que den cuenta de los hilos que tejemos en la oscuridad de los rincones.
Por Upata pasó Rómulo Gallegos cuando escribía Canaima. Para ningún gobernante importa eso, a muy poca gente le interesa dónde diablos pernoctó o quiénes fueron los anfitriones del momento. Eso vale un rábano para la mayoría y va siendo comprensible. Alejandro Otero, otro ser excepcional, fue un lugareño como el que más. ¿Quién puede decir qué casas habitó? ¿Dónde puede averiguarse, descubrirse qué ámbitos, qué calles, qué gente habrá influido en su genio y en su arte? José Manuel Siso Martínez, Carlos Rodríguez Jiménez, Raúl Leoni, todos estuvieron en el pueblo, respiraron, soñaron en él, y no es posible hallar el recuerdo de sus pasos porque entre otras cosas somos malagradecidos con cojones. En eso nadie nos gana, en eso somos los campeones. Concepción Acevedo de Tailhardat, María Cova Fernández, Raúl Van Praag, Gervasio vera Custodio, Anita Acevedo Castro, Eduardo Oxford, Isaura Gómez de Ayala o Efraín Inaudy Bolívar, padre de la perinatología en Venezuela, dos veces Premio Nacional de Medicina, ¿qué queda de su herencia en nuestros corazones, qué de sus improntas en la hechura física de Upata?, ¿quién alza la mano y dice en qué sitios trajinaron sus vidas, hicieron esto o lo otro y finalmente murieron? No merecemos lo mejor que hemos tenido.
Este 2012 se celebran doscientos cincuenta años de la fundación de Upata. Como para hacer acto de justicia, como para recordar en grande, como para empezar a desmembrar tanto agravio y tanta miseria y pequeñez contra quienes pasaron por encima de la baba en la que nos movemos. Como para contemplar la propia historia y sorprendernos de una buena vez y valorarla. Como para ponerse al fin ante el espejo y decir ése soy yo. Doscientos cincuenta años para detenerse un momento y, con el pañuelo en la nariz, intentar enderezar tantos entuertos.

1 comentario:

Luis Américo Auyadermont dijo...

Bueno mis saludos y mis respeto y consideraciones, la historia la construyen los hombre. Se dio inicio reconstruyamos lo que es necesario de reconstruir, fuimos de la generación de los ochentas, donde la emigración hacia la zona central era necesaria para proseguir los estudios de educación universitaria. Tenemos muchas cosas que aportar, pues todos salimos de allí de ese bendito que pueblo que nos vio nacer y que algún dia quisieramos regresar para intercambiar conocimientos y anécdotas y asi entre reconstruyamos esa bella historia que esta allí en la espera del renacer.
Se despide calurosamente
Luis Americo Auyadermont.