7/27/2012

Martes 24



Debo trabajar, y trabajar pasa a veces por coger un avión y largarse a otra ciudad. Eso hice el martes 24. Avior, vuelo tal, 12:00 m. Justo a las diez y media hacía cola para el chequeo luego de que Leonardo, mi primo, me diera el aventón hasta la terminal.
Uno hace los planes del día, piensa en cumplir parte de ellos al minuto de llegar, es decir, poner manos a la obra desde el mismo instante de pisar tierra en Maiquetía. Pero qué va. Una línea aérea es como la dimensión desconocida. Avior, en este caso, fue un agujero negro del que no escapó siquiera un mínimo suspiro. A las once había pasado a la sala de embarque sin saber que estaba succionado, que habitaba ya las entrañas de un monstruo como los de un cuento gótico.
Debo decir que un retraso en los vuelos de este país cutre son cosita de todos los días. Si la salida está indicada para las tres, la costumbre lleva a que sea a las cinco, y así. Nada nuevo bajo las nubes. Una Venezuela absurda, una cotidianidad patas arriba, unas empresas aéreas surrealistas. Pero en Avior decidieron quebrar marcas e imponer categoría.
Llovía a cántaros. Por los ventanales húmedos del restaurante vi aterrizar nuestro avión, contemplé el enorme chorro de agua que dejaba a su paso tras tocar la pista. Imaginé por un momento a un ferry volador sobre un río de aguacero y truenos. Dijeron entonces que el enorme barco había perdido un caucho en el aterrizaje. Al rato corrigieron: no fue uno, fueron dos.
Hasta aquí todo de maravillas. Esas cosas ocurren aquí y en la China. Gajes del oficio. La lógica aristotélica funciona bien aún en palos de agua torrenciales y aterrizajes bien movidos. Se cumple el protocolo, se busca un gato (o como se llame) para cambiar las ruedas, y a volar de nuevo, nena, que el cielo es poesía pura al elevarnos. Pero no. No y no. Avior es Avior y hay que innovar, crear, abrazar otros horizontes, trastocar rutinas fastidiosas.
Traerán los cauchos de valencia. Ya llegan. Los cauchos vienen en camino. Paciencia. Los cauchos están ya más cerca, hay que alegrarse. Los cauchos, perdonen la información anterior, están en Barcelona. Los cogemos, ¡zas!, los trasladamos, llegan aquí y cambiarlos es cosa de muchachos. Falta muy poco, vamos, a pasarla bien, atrévanse.
Debo decir que el personal en tierra fue amable. Fue en verdad un cuerpo dispuesto a escuchar reclamos, críticas, comentarios más o menos punzopenetrantes, en fin. A las tres de la tarde nos dieron almuerzo. A las cuatro andaba yo terminando un libro gordo que devoraba entre miradas al reloj y preguntas a la señorita que hacía su trabajo, la pobre, como podía y a lo scout: siempre sonriente. Pero Avior es otra vaina, trasciende el hecho concreto de un puñado de empleados que bienintencionados cumplen su trabajo sin la menor posibilidad de solucionar mayormente los problemas. Avior, como dije al comienzo, es un monstruo con el estómago tan grande que nos engulló a todos de un bocado, nos molió, nos rumió y terminó escupiéndonos como le dio la gana. Avior está y no está, es y no es. Avior es hamletiana por donde la mires, quién lo hubiera imaginado. Es entelequia con las alas bien puestas, es abstracción, surrealismo del malo, ése que te da un coñazo en la nariz mientras te preguntas por qué caíste en sus garras, por qué te pasan esas cosas, por qué a ti y al pato Donald le ocurren semejantes experiencias.
Vi mi Casio quartz plateado, redondo, marcando las nueve de la noche. A esa hora sonó el click de mi cinturón de seguridad. Faltaban diez minutos para despegar. Nueve horas de retraso pero no importa demasiado, no es asunto para amargarse y alborotar úlceras o bilis, rediós. Avior implanta un nuevo récord, suenan cohetes, lanzan fuegos artificiales.
Esperé alguna explicación coherente, una historia más original por la odisea mientras desde el 2A escuchaba a la aeromoza pronunciar frases como carreteo y despegue, respaldo de sus asientos en posición vertical y cuestiones por el estilo. Nada, ni un ápice, ni ñe a propósito de la tardanza, de esa descomunal irresponsabilidad, de semejante falta de consideración y de respeto por los pasajeros. Decidí no escuchar más. Obvié el discurso de la chica y me dispuse a escudriñar sus piernas, a adivinar su figura en la media luz de la cabina, a inventarme una mejor puesta en escena. Luego cerré los ojos y dormí. Sólo dormí.

2 comentarios:

Roberto Echeto dijo...

Bróder, ese naufragio aéreo, esa irresponsabilidad con alas y aeropuerto que te tocó vivir, sirvió para que escribieras esta maravilla de relato que acabo de leer. Conste que la relación de los hechos no redime el bochorno ni el horror de haber pasado nueve horas en ese bendito aeropuerto. Nada redime esas horas perdidas por culpa de la burocracia aeronaútica.

Un gran abrazo, Roger.

roger vilain dijo...

Las aerolíneas de este país, amigo mío, son una molienda que te tritura por completo.
Un abrazo, Roberto. Gracias por leer.