Hoy cumples años y estoy feliz. Empecé a
escribirte hace seis, justo a tus tres, y ese hecho se ha multiplicado cada vez
que un veinticinco de septiembre pasa por nuestras vidas.
No sé con exactitud, ni mucho menos, qué
será la felicidad, cómo definirla a modo de diccionario. Ni falta que hace. De
lo que estoy seguro es de que puedo sentirla a fondo, más desde que estoy
contigo, y me alegra, y me da paz, y me lleva a ti de una manera, digamos, parecida
a un vientecillo que me invita a pensar, a imaginarte, a vislumbrarte de cara
al presente y al futuro.
Soy un privilegiado de cabo a rabo nada más
que por vivir la experiencia de aprender de ti. Te lo he dicho antes: por lo general
supongo que te enseño el mundo, que tomo tu mano y avanzamos juntos, pero resulta
que me das lecciones de apreciación, es decir, eres mi maestra en el arte de
mirar las cosas al revés, mirarlas no solamente como son sino además como
podrían ser.
Tu padre escribe, escribe textos, se da de
bruces con la imaginación, juega con las letras, intenta decir cosas a través
de la literatura. De eso, de poemas o ensayos o novelas o cuentos hemos
conversado otras veces. ¿Pero sabes algo?, me has orientado, me has empujado a
escribir mejor, a escribir con la piel y los ojos más abiertos, a encontrarme
conmigo un poco más. Después de tu llegada sé cómo enfocar ciertas cuestiones,
creo entrever qué pinta la Luna por su cara oculta, sé qué duendes corretean
por nuestras habitaciones, y entonces les doy la mano, converso con ellos,
llevo al papel cuanto descubro en la tarea. Tú eres mi ejemplo para semejante
aprendizaje. Observándote capto la idea, doy con el hallazgo que me abrió otras
posibilidades.
Hoy cumples años, y más allá de los patines
que deseas y el beso que siempre me pides y me das, quiero regalarte estos
rasguños que son, ya sabes, mi forma preferida de expresar el agradecimiento
que le debo a la vida porque estás aquí. El otro día, al salir de mi habitación
a buscar un vaso de agua te hallé en la sala, tumbada en el sofá con la lámpara
encendida. Leías. Ahí estabas, soñando, perdida entre párrafos y hojas, entre
dibujos, letras, puntos y seguidos o signos de interrogación. Me acerqué a ti,
se me ocurrió hacerte una fotografía con el teléfono que vi sobre la mesa,
justo al lado del gato de madera que te gusta,
para luego echarme a tu lado y dialogar sobre el libro que tenías entre
las manos, charlar de los misterios que te perturban el sueño, de las
maravillas que de a poco vas saboreando en estos días (la vida no es un valle
de lágrimas, eso no lo olvides nunca), de cómo un personaje literario tiene
tanto de nosotros y al revés. Esa noche tuve la certeza, al verte devorando las
páginas, de que no todo está perdido. El mundo, esto también lo has remarcado
para mí, puede ser un lugar más vivible, más noble, más humano. Sacudes,
renuevas, traes a colación mis viejas esperanzas.
Y nada, nada, que ya va siendo hora de ir
terminando y de decirte feliz cumpleaños, Camila, mientras te abrazo y te beso
y subo a una nube al contemplar tu sonrisa de gato amarillo, que es como suelo
llamarte en secreto con ese lenguaje inventado que a diario compartimos y que
crece, crece, justo como una panza hinchada por tantos caramelos y helados y
pasteles. Un beso, enorme, desde la escritura, únicamente para ti.
3 comentarios:
Maestro, los hijos... Un gran abrazo.
Textos únicos Róger... Cada café del día, con los hijos rondando cada palabra, cada signo, sólo ellos lo convierten en algo mágico... Palabras sentidas y compartidas amigo Róger... Saludos y abrazos
Roberto, Ana, Manuel, los hijos son los colores intensos, briilantes, de todos nuestros días. Abrazos y mil gracias por leer y escribir.
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