Las lenguas tienen mucho de cambiantes,
nunca terminan siendo un peso muerto o un fósil atrapado en el reloj. Una
lengua es un misterio, pero también una respuesta. Es incertidumbre y es
hallazgo.
No hay cosa más extraña que cualquier
lengua sobre la faz de la Tierra. Ellas son el mago y la chistera y de ahí
saltan todos los conejos que usted pueda imaginar. A menudo se piensa que el
español, pongo por caso, anda por ahí con la cara muy lavada, con la piel
olorosa, sin arrugas, sin acné, idéntico a sí mismo. Nada más alejado de lo
verdadero. No es que sepa bastante de asuntos como éstos, pero la vida me ha
enseñado a mirar ciertas cosas al revés, a buscarles cinco patas a los gatos, y
en las noches de un idioma, créanme, lo cierto es que muchos, muchos gatos no
son pardos.
La lengua se pone sus máscaras, tiene
talento para el histrionismo, y por eso es que suele cambiar no sólo con los
años sino también con el paisaje, con el contexto, con el decorado, con los
usuarios. En ocasiones huele a hígado encebollado o a trufas cubiertas de
arequipe. La otra vez escuché a un cheff
hablar y las vocales tenían un sabor parecido al del pollo con puré y ensalada.
Hace poco, mientras esperaba ansioso mi turno con el odontólogo, sentí las
consonantes empapadas de anestesia, lentas, muy pesadas, algo así como erres
tumbadas sobre el sillón del consultorio o zetas arrastradas, aturdidas, junto
a los premolares.
Da la impresión de que las lenguas son
seres vivos que se apoderan del alma de quien las utiliza, se adueñan, júrenlo,
del espíritu de las épocas. Hay lenguas que llevan por dentro sueños de libertad,
como la que hablaba Locke, como la que habla Mandela, y las hay cargadas de
grilletes, de cadenas oxidadas, de almas muertas como las de Stalin o Castro o
Pinochet.
De niño tenía la certeza de que la ese de
sopa no tenía nada que ver con la ese
que se hallaba en postre. Que la ce de chocolate era alérgica a la ce de callos
a la madrileña, que una eme como la de mantecado era deliciosamente diferente a
la eme presente en mantequilla. Cuando niño había horas cargadas de un
vocabulario dulce, un vocabulario que se deshacía en la boca y chorreaba como
miel, y había horas en las que el abecedario ganaba el bostezo de la estupidez
o la impostura de quienes pegaban una frase con otra para nunca decir nada. El
niño que fui pasó semanas preguntándose por qué afirmaban que la hache era
muda, por qué catamarán o pleistoceno venían llenas de aventuras y de
incógnitas o quiniela y tenderete, mantuano y refrigerador no emocionaban. A
veces oigo a gente nacida aquí y pareciera que no hablan español. Y a veces un
inglés usa su idioma y escucho a un oriental o a un maracucho. Somos raros.
La lengua no es machista, tampoco imperialista
o facha, pero suele echarse encima los olores de una época o cubrirse con la
baba de cuanto usuario la lleva entre los dientes, vuelvo a repetirlo. Un
asunto es cómo hablaban en el treinta o los sesenta y otro, bastante parecido,
es cómo lanza frases un nuevo rico, un panadero o quien te vende el pescado ahí
en la esquina. La lengua mordiéndose la cola, sumo y sigo. Cada quien se viste
y se desnuda a fuerza de palabras. Cada
quien.
2 comentarios:
Buenas tardes profesor.
Reciba de mi parte un cordial saludo.
Hermoso texto el que acabo de leer, gracias por su importante y bella labor en el mundo de las palabras.
Teraiza
Gracias por leer y además escribir aquí. Bienvenida.
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