En la Asamblea Nacional los
oficialistas celebran un golpe de Estado. Elevan a magna fecha el segundo
intento de tomar Miraflores a punta de metralla y tanques, perpetrado el 27 de
noviembre de 1.992.
Según los políticos en el poder y según
quienes ejercen la función de intelectuales gobierneros (pintores, escritores,
músicos, cineastas y otros creadores de viejo y nuevo cuño), las felonías de
aquel ya lejano año están plenamente justificadas: basta con observar los
resultados luego de catorce años en el trono. Hoy por hoy Venezuela es una
maravilla, mírese por donde se mire.
Cada vez que un dinosaurio accede a un puesto
clave en la anatomía política de este país, le da por emular a Othar, el
caballo de Atila. Lugar que pisa, lugar que no verá otra vez crecer la hierba.
Esto implica meterse entre ceja y ceja la falsa idea de la refundación.
Refundar se transforma en logorrea, va a parar en lenguaradas revolucionarias,
será el verbo mimado de cuanto nostálgico de los sesenta deambule por el patio,
al punto de que sus chácharas incluirán mañana, tarde y noche chasquidos como
refundación de la república, refundación de las instituciones, refundación de
la hallaca carupanera, refundación de la patria, refundación de la democracia,
refundación de la Sociedad Protectora de los Comejenes. Este es el país, voy euros a lochas, con más refundaciones sobre el planeta Tierra. La refundadera
del siglo XXI, Sociedad Anónima.
Yo, al escuchar tales pronunciamientos,
me pregunto qué ocurrirá, cómo se darán las conexiones, qué pasará por la caja
craneana, las dendritas, el axón, la banda de mielina y el cerebelo de Hugo
Chávez, Cilia Flores, Nicolás Maduro o esa cáfila de intelectuales justificadores
de cuanto disparate inventa el teniente coronel. ¿Cómo defender lo
indefendible? ¿Con qué argumentos pretender una legitimación del bodrio que
gobierna? Hay que ver, menuda ideología, menudas gríngolas se gastan estos
personajes.
En
el 213 a.C. hubo alguien que deseó cambiar la historia (y por supuesto refundar) casi tanto como el
señor Chávez. Oin Shi Huangdi fue un emperador chino que no satisfecho con su
puesto de mandón sin par creyó que enviando el pasado al basurero la China de
aquellos tiempos, y la del futuro, sería obra enteramente suya. Tengo la
certeza de que la manía refundadora de Chávez y sus adláteres, por la que pasa
el hecho de exaltar a fecha patria lo que han sido vulgares y brutales intentos
de golpes de Estado, tiene en el fondo
bastante que ver con el emperador asiático. En líneas generales todo autócrata
en seria mezcolanza con demagogia y populismo, empeñado además en perpetuarse
en el carguito, acuna el sueño de borrar lo que había antes y reescribir el
libro de un país a su medida. Oin Shi Huangdi ordenó la quema de textos de
historia y de las noticias sobre el pasado. Ordenó asimismo desaparecer las
obras de Lao-tsé y Confucio. Todo escrito alejado de cualquier fin práctico debía
llegar a su fin consumido por el fuego. El objetivo de tamaña piromanía no era
otra que inscribir su nombre como único protagonista y hacedor del territorio,
del país que lo vio nacer. Ya sabemos en qué desembocó esa locura recurrente:
la molienda del tiempo lo mandó a freír monos, aun cuando Oin Shi Huangdi fue
un guerrero inmenso, un hombre con capacidad de sobra para hacerse amo y señor
de la tierra en que vivió. ¿Qué diablos ha demostrado ser el Presidente?
Chávez y quienes lo ensalzan no refundarán
un pepino, no acabarán de un plumazo la historia para entronizarse ellos, y lo
que sí es una tragedia, destruirán con imaginación y talento lo poco que continúa en pie.
Si un golpe de Estado es vía legítima para llegar al poder, como sostiene el
oficialismo a propósito del levantamiento que celebran hoy, entonces yo soy
astronauta. Ni el 4 de febrero ni el 27 de noviembre del 92 son fechas para
estar alegres. Por el contrario, nos recuerdan a los caídos de esos días,
jóvenes embaucados, llevados inútilmente al matadero, y nos recuerdan que,
entre otras cosas, extender cheques en blanco a ignorantes y aprendices de
brujo ávidos de poder total resulta siempre mucho más caro que plegarse a la
democracia, a la civilidad y a la decencia.
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