12/06/2012

Un libro entre los libros


    La ingenuidad es libre. Así como en ocasiones hallas a alguien, a una mujer por ejemplo, y piensas que es así o es asao pero terminas finalmente (o fatalmente) convencido de que la guachafita es lo suyo, así te das de bruces con ciertas publicaciones, con algunos textos que te sorprenden para siempre.
    Los libros son como la gente: hay de todo. Esta verdad de Perogrullo viene a cuento por un hecho feliz, apoyado en la experiencia de lector que lo persigue a uno desde que sale el sol y hasta que se despide. Hay libros para leer con el café, libros para lecturas vespertinas, hay libros que se te meten  en los huesos y no puedes soltarlos aunque la mañana te sorprenda entre sus brazos. Los hay insufribles, opacos, sin nada para ti, y están aquellos, por supuesto, incapaces de pasar la prueba de la mesa de noche, es decir, ven correr los días apilados sobre un mueble que también será su tumba.
    Pero a veces se encuentran libros que terminan por leerlo a uno. Creo que son los imprescindibles: te guiñan un ojo en el estante de la librería o cuando clavas la vista en su primera línea. Entonces quedas atrapado. Son libros pescadores, despliegan las redes a placer y si estás hecho para ellos, escríbelo, no tienes escapatoria. En el océano de las bibliografías dan forma a una especie que trasciende, que va más allá, que domina todas las lenguas, tiempos y lugares.
    Cuando un libro puede leerte significa que puede entonces descifrarte, destejerte, darte un coñazo en la nariz. Son además libros espejo porque se paran frente a ti y registran cosas, hechos, sedimentos que te pertenecen, que están en ti, de los que no tenías ni idea. Un libro así te agarra por las pelotas y eres hombre muerto, aunque claro, semejante muerte es nada menos que una resurrección, pues ocurre ahí que te iluminas, que te tienden una emboscada poniéndote junto a lo que has sido o eres. Te encuentras, te miras de frente, te tocas los lunares y las pecas.
    Decía Borges que él se jactaba no de los libros que había escrito (y mira que parió unos clásicos) sino de los que había leído. Creo entender bastante bien semejante afirmación. Mientras más libros hallo en mi camino, mucho más de mí soy capaz de hurgar desde el papel. Y al escudriñarme de ese modo también tropiezo con todos los hombres, me sumerjo en el género humano. Nada menos.
    Gracias a los libros me transformo en libro. Hay libros, como escribí antes, que te leen, que te releen, lo cual supone convertirte en texto, en negro sobre blanco, en grafías e imágenes mentales, en sintaxis, en puntos suspensivos, en puntos y comas, en oraciones yuxtapuestas copulativas y en significados, eso, en significados de ti mismo que ignorabas y vislumbras de repente. Libros de fuego que te marcan, libros adivinatorios, libros tiburón por sus mandíbulas, que las tienen como nadie.
    Al caminar por una librería, al meterme en una biblioteca, al abrir el ejemplar por vez primera busco exactamente eso: un indicio, la posibilidad de entrever el diálogo profundo, el cruce de miradas que quizás proponga el toma y dame que estoy esperando. Por lo general no ocurre así, pero en ocasiones obra el milagro. Ya desde los inicios, desde el primer párrafo incluso, intuyes de qué va el asunto. Puede ser buena la historia, extraordinario lo que tienes en las manos, pero no más. Terminas, llegas al punto y final  y  se acabó, baja el telón. Pero cuando ese manojo de papeles tiene el poder de desenmarañar tus jeroglíficos, si llega a suceder que observas la partitura de lo que vas siendo, tropezaste entonces con el nirvana literario. Tales son los libros que yo busco. Tal es la esperanza que me lleva a encontrarlos.

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