11/02/2012

Las formas imaginarias


    Somos de lo más extraños. Cierto conocido inventó un modo de hablar que consiste en decir al revés todo cuanto quiere expresar. Consiste, para ser más específico, en crear sentidos contrarios a los que emite una oración tal como la leemos o escuchamos, lo que obliga a ir al fondo y no a la superficie de las frases.
    Créame, es una forma especial de comunicación, muy útil a la hora de mantener secretos bien guardados porque apenas se conoce la técnica: sólo tres o cuatro hablantes saben de ella y la dominan. Por razones obvias no ha querido el bueno de mi amigo aumentar el número de quienes la aprendan. Hay que evitar la masificación.
    Es difícil hablar de esa manera, y peligroso además, entre otras razones porque al practicarla el usuario incurrirá en errores, y éstos producirán accidentes propios de la confusión que genera. Aclaro: si alguien dice izquierda con la intención de decir derecha en medio de una explicación que supone indicar cómo llegar a alguna parte, más de una vez el resultado será poco menos que el desastre. Imagine si se trata de gente conduciendo un automóvil. Y así. No hay que ser Frank Calvert o Heinrich Schliemann, descubridores de Troya, para lograr con relativo éxito descifrarla y manejarla con desenvoltura, pero igual es preciso trabajar a fondo.
    Julio Cortázar, escritor a quien admiro desde mis años adolescentes también experimentó algo parecido. En algún momento ideó un modo para entablar charlas con amigos, con parejas, en el más estricto coto de seguridad a prueba de oyentes no deseados. El glíglico, que era el nombre de la forma en cuestión, funcionaba en líneas generales para lo que por descontado sirven estas maneras tan extrañas de comunicación, pero sobre todo para el amor. Con el glíglico  -alguna vez intenté aprenderlo pero fue imposible-  cuentan ciertos entendidos que Cortázar creaba atmósferas de sensualidad y romance impensables bajo otro orden de palabras. Vaya usted a saber.
    El otro día hallé una entrevista a Umberto Eco en la que señalaba un recorrido contrario frente a lo que he narrado arriba. “Si hoy hago un graffiti que no tiene ningún sentido en una pared, mañana llegará alguien diciendo que lo ha descifrado”. Es justamente lo que me propongo ilustrar aquí, pero al revés. Somos dados a desentrañar enigmas, somos curiosos, metemos las narices aquí y allá y ahí quedan jeroglíficos tendidos en pleno suelo, vencidos, comprendidos. Quedan lenguas muertas redivivas, diseccionadas luego de convertirnos en patólogos de la lengua o en forenses de idiomas desvencijados. Queda eso y queda todo cuanto pueda usted añadir al respecto. Somos dados a inventar modos para develar misterios, pero evidenciamos menos habilidad, menos talento, si el asunto es construirlos. Es lo que ha hecho mi amigo al hablar al revés o Cortázar con su glíglico, labrar mundos nuevos, inaugurar laberintos, estrenar caminos condenados a ser poco transitados.
    Supongo que algo por el estilo atravesó la corteza cerebral de quienes concibieron el esperanto, lengua artificial que a modo de obsequio fascinante legó a la humanidad un puñado de individuos raros, con el dato significativo de que sólo una minoría estadísticamente irrelevante hoy en día sabe utilizarla. Que no es necesario porque cada quien posee la lengua con que nace y la que se merece, podrá argûir cualquiera, y es verdad. Pero las formas imaginarias tienen también mucho de tercas y aparecen, poco, es cierto, pero aparecen, rozagantes y con muy buena salud, lo cual me llena de alegría gracias a que también yo gozo llevando la contraria en más ocasiones de las que quisiera.
    Confieso que desde muy joven me llaman la atención los locos. De no haber sido esto que vaya a saber qué soy, hubiera estudiado psiquiatría. Ciertos desquiciados que observo por las calles en el fondo me dan la impresión de que tienen una forma, una lengua particular, privada por donde la veas, que únicamente les permite comunicarse consigo mismos. Se inventaron, o hallaron, qué sabe uno, la forma que les viene como anillo al dedo para decir mejor o pensar con mayor tino  -no olvidemos que pensamiento y lenguaje andan siempre abrazaditos-  pero con la desventaja de que les sirve para dialogar sólo con ellos, para invocar soliloquios jamás entendidos por normales tipo usted o tipo yo. Una lengua aprendida por un único individuo. Hay de todo.
    Así deben sentirse los últimos hablantes de ciertos idiomas que están a un paso de desaparecer. Lenguas, formas que ya mismo, al amanecer, tumbaremos en la mesa de estudio, de operaciones, como tabla de salvamento en función de preservar un poco lo que alguna vez fue, de rendirle culto al genio humano. Gente convertida en pieza de museo, en fósiles andantes por obra y gracia del espíritu no tan santo de nuestro talante, siempre dado a dejar para después lo que pudo hacer ayer, pongo por caso. Y así debió sentirse, bicho absolutamente raro bajo el lente de entomólogo con malas pulgas, quien primero dominó el mencionado esperanto.
    Mi amigo, ese que ideó hablar al revés para otorgar otro sentido a frases que usamos en lo cotidiano, ahora que lo pienso se parece a aquellos surrealistas, esos descocados célebres que juntaban palabras sin mayores nexos, relaciones o parentescos entre ellas con el objeto de que florecieran significaciones subterráneas, veladas, ocultas, pero existentes sin duda en algún lugar poco evidente de la lógica. Formas imaginarias haciendo de las suyas.
    Yo mismo, siendo niño, disfruté a rabiar jugando con otros compinches de faena: quieperopo jupugarpafutpu bolpoempe vezpedepe irpiapalapa especuepelapa, que traducido al español denota la intención del goce pleno: jugar al fútbol y no aparecer jamás por el colegio. Las formas imaginarias aplastan tantas narices que a veces piensa uno en la posibilidad de que terminen victoriosas. Viéndolo bien, mejor así, mejor que ocupen el lado menos visible de las cosas. Total, y como también sostuvo Eco: “la filosofía de Bertrand Russell no ha generado tantas interpretaciones como la de Heiddegger. ¿Por qué? Porque Russell es especialmente claro e inteligible, mientras que Heidegger es oscuro. No digo que uno tenga razón y el otro no… pero cuando Russell dice una estupidez, lo dice en forma clara, mientras que con Heidegger, aunque diga un truismo, nos cuesta gran esfuerzo darnos cuenta. Para pasar a la historia, para durar, hay que ser oscuros. Heráclito ya lo sabía”.

2 comentarios:

Roberto Echeto dijo...

Roger, ¿cómo andas? Te presento a Raymond Roussel (http://www.saltana.org/2/pros/41.html), el maestro en esto de trabajar el estilo de un mensaje literario para convertirlo en un prodigio de la criptografía.

Su obra inspiró a los miembros de OuLiPo, entre ellos al propio Cortázar.

Un gran abrazo, maestro.




roger vilain dijo...

Gracias, amigo mío. Veré el asunto con atención. Me interesa. Un fuerte abrazo desde este sur, no por lejano menos fraterno.