11/08/2012

Los libros y yo


    A veces me da por leer horóscopos y al fin encontrar mi destino, pero como soy un descreído abandono el asunto al poco tiempo. Entonces busco la verdad en lugares menos dados, en una farmacia por ejemplo, o mientras  compro el pan todas las tardes.
    Hay ciertos cafés que visito con frecuencia. Me siento, abro un libro al azar y en función de lo que va saliendo tomo decisiones apremiantes. La otra vez leía una entrevista a Jean Claude Carrière. Descuidado, pasé la vista por la página cuarenta y seis y él afirmaba: “nada hay más poderoso que la interpretación para producir consideraciones insensatas”. Ahí, en plena lectura al voleo hallé la ruta, la solución para un problema que me robaba el sueño. Lo resolví escuchando a este señor, es decir, no interpretando en lo absoluto, no pensando, no mordiéndome las uñas al respecto. Entonces dormí como elefante.
    En muchas ocasiones la literatura tiene más de Oráculo de Delfos que de otra cosa. Resulta extraño decirlo de buenas a primeras, lo sé, pero llevo años en esto y puedo dar fe de que los libros son la llamarada capaz de iluminar ciertos caminos. En días pasados un sumo sacerdote, Gabriel García Márquez, liquidó un quebradero de cabeza que empezaba a molestar más de la cuenta. No vale la pena traer a colación el rollo en sí, pero el desenredo apareció cuando en la página cincuenta de El amor en los tiempos del cólera me aplastó la nariz el dato que necesitaba. Se hizo la luz, y aproveché para bañarme en ella.
    Abrir libros al azar tiene que ver con un arte adivinatoria siempre al alcance de la mano, vaya uno a saber por cuáles caprichos de los dioses. Para lectores consumados bastan las sagradas escrituras de Gerbasi, Moravia, Onetti o Kundera, razón de sobra para llenar el día con prácticas inspiradas en sus páginas.
    He descubierto que para nudos gordianos existenciales, abstractos, inefables por donde los mires, nada mejor que los franceses. Breton, pongo por caso, Dumas o el mismo Le Clézio, para ser actual. Los rusos vienen como anillo al dedo si el asunto cobra ribetes psicológicos: bastan Tolstoi y Dostoievski. Para cuestiones más terrenales nadie como los estadounidenses. Philip Roth a la cabeza, seguido por Dos Passos, Hemingway y Stephen King. Los latinoamericanos caben en un abanico que crece con el tiempo. Úslar Pietri dio en el clavo cuando una vez sufrí un despecho que casi me despacha. Cortázar ni se diga, coger Rayuela y abrirla donde se te ocurra soluciona el más mínimo enredo del corazón o de faldas. Ramos Sucre, quién lo iba a imaginar, me abrió el sendero ante un lío con abogados. De Octavio Paz, cosa aparte, puedo afirmar que ha sido bastante más que efectivo. Es un astrólogo de cabo a rabo, un profesional consumado, lo sostengo aquí y en cualquier parte. Descubrirlo en la adolescencia me hizo devorar toda su obra, cada uno de los libros que pude hallar primero en la biblioteca pública de Upata, luego en los anaqueles de un tío lector que los atesoraba, y después en cuanta librería tropecé en los recovecos de la vida.
    ¿Ernesto Sábato como pitoniso? ¿Rómulo Gallegos mejor versado en estas lides que la misma Adriana Azzi, Hermes o la Caricato? ¿Juan Rulfo dominando el asunto? ¿Quién daría medio por Montejo o Ítalo Calvino a propósito de esconder horóscopos en lo que escribieron?
    Y ahí están. Sus páginas pueden adivinarte la palma de la mano. Basta abrir los libros al azar y leer bien. Sobre todo eso: leer muy bien. Yo que lo digo.

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