Cada tanto compartimos un café,
conversamos, arreglamos o terminamos de hacer pedazos este mundo. Ha publicado
varios libros, todos de poesía, y ahora mismo tiene en mente lo que será un
próximo título. Vamos a La Escalera, un café coqueto, aséptico, climatizado
hasta en el baño de la cocina, que a él le gusta y a mí me desencanta pero qué
se le va a hacer: “o en La Escalera o en ninguna parte, viejo. Esta vez impongo
yo”.
Conozco a Pedro Suárez desde hace una punta
de años y créanme que lo digo con orgullo. Es bueno saber que existen los
amigos, sobre todo porque son como el azúcar, la leche o el pollo en este pobre
país, escasos, poquísimos, de a ratos inexistentes. Con Pedro pasa que es amigo
y ya, y la amistad se nutre de un valor de uso que sabes va a estar ahí aunque
tengas ocho meses sin saber de él. No hace falta la presencia cotidiana, física,
quiero decir. Basta el hecho trascendente, la seguridad de que el tiempo y los
kilómetros, la lejanía, forman parte de una realidad circunstancial donde nada
hay que demostrar. Somos amigos y punto.
Pedro Suárez ha escrito desde el hígado o
la risa, desde el corazón o las tripas, y su trabajo ronda los temas de
siempre, los universales, los profundos, los que llegan a los huesos
sencillamente porque la humanidad yace en nosotros. He leído cada uno de sus
libros y en todos va de bruces el hachazo necesario para decir esto o aquello
con versos puntiagudos, con palabras TNT, con dardos de lenguaje envenenados a
punta de existencia, polvo en los zapatos y pulso a tono con el párrafo que
siempre intenta redondear.
Mientras me quejo porque en este lugarejo está
prohibido el humo del tabaco, él extiende una pila de cuartillas, me la da,
“son los textos de los que te hablé”, dice, y yo paso la vista por encima y
observo: “Libro de la sabana”. Anoche pude leerlo de un tirón. Entonces, de
seguidas fui poco a poco, a mi manera, releyendo poemas salteados. Violé el
orden que el autor había propuesto, machaqué fragmentos que, como islas,
formaban perlas solitarias, pequeñas joyas encofradas en una hechura mayor. Es
un libro a propósito de la Gran Sabana, un libro de viaje, de aproximación, de
vuelo rasante que termina por atravesar de cabo a rabo la geografía física y
espiritual de una región que se le incrustó a mi amigo en plena piel.
“Este es el camino que haré más de dos
veces/ me secuestra el salto y la voz pemona/ la sensación de navegar por un
tobogán de estrellas/ la manía de dormir los grillos del corazón”. Entonces
nada, tobogán e insectos están ahí, acaso a medio paso de mi sillón y de mi
lámpara. “Pude tocar El Dorado/ comprobar que el de los libros/ era una torpe
infamia/ un mito inacabado”. Y eso creo, que un mito da bandazos entre lo que
cuenta y lo que en verdad nos aplasta la nariz, y lo que cuenta aquí se agacha
porque un poema le lleva la contraria.
La Gran Sabana es el motivo, el punto de
fuga, materia plástica hecha libro: “Comprobé que la sabana habla su propia
lengua/ y que las letras de su abecedario/ están escritas en un cuadernillo
editado en el Precámbrico”. Y además: “Te das cuenta de que si olvidas la
clave/ no comes ni bebes/ que las camisas planchadas/ se arrugan al cuello/ que
la Helicobacter pylori/ es un nudo de corbata/ que sentarse a la mesa y
negociar una rosa/ es tan peligroso como escalar el salto Angel”.
Nada más que decir. Valdrá la pena. Estoy
seguro de que bien valdrá la pena saborear estos poemas transformados en el
libro que saldrá a la calle. Lo esperaré con alegría.
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