2/01/2013

Mi amigo escritor

    Alberto Manguel escribió unas líneas que Camila y Daniel suscriben a cada instante: “los niños saben algo que la mayoría de los adultos han olvidado: que la realidad es todo aquello que nos parezca real”. Lo anterior produce un lamento y una tristeza. El lamento es que una frase lapidaria como esta genere tan poco eco en nosotros, es decir, esos adultos, esos bichos raros en los que nos transformamos, y la tristeza, pues la tristeza es la ocurrencia de tal metamorfosis.
    Tengo un amigo que siempre le busca cinco patas a los gatos. También es escritor (los escritores son unos buscadores incansables, me da la impresión) y entonces usted lo ve oteando el horizonte con ojos de felino al acecho nada más que por hallar la sabia que subyace a este artificio con que bañamos el mundo, a este orden tan pulcro, tan aséptico, tan cargado de adultez que hemos construido desde hace tanto y al que nos lanzamos de cabeza.
    Uno anda rodeado, dígame si no, por un océano cuyos progenitores son el bueno de Aristóteles y el inteligente Descartes, o sea, lógicas estructuradas para ver de una manera, pensar de una manera y actuar de una manera. No está mal, tomando en cuenta lo bien cuadriculado que anda el universo, pero mi amigo escritor tiene razón, buscando lo que no se le ha perdido, cuando menos él dio en el blanco al punto de encontrar otros modos de mirar la cosa. Sus libros van por ahí llenos de ironía, sus escritos chorrean humor negro y perspicacia, sus obras leen la vida echando afuera lo que está bajo la alfombra.
    Calles, charcuterías, museos, escuelas, parques, hogares, tiendas, templos, burdeles, plazas, fueron jerarquizados por una mente que los unifica y les otorga su particular pie y cabeza. Eso es bueno, no vaya a ser que andemos más perdidos de lo que ya estamos, pero a mi amigo le encanta llegar a esos lugares y volver añicos ese orden superior que nos guía y nos organiza. Mi amigo es un niño, no cabe duda, pero también mi amigo, como usa barba y tiene canas, ha sido presa del ojo vigilante de lo que yo llamo “un adulto por todo lo alto”, esto es, alguien olorosito y entalcado a propósito de sus funciones como hombre educado, programado, bien llevado. Ha sido presa, digo, porque del cuello le cuelga, hasta que dé muestras de enmienda contundentes, la etiqueta de raro y diferente, generoso eufemismo para no decirle de una buena vez atolondrado, apestado, loco o desquiciado.
    Ese escritor que anda buscándole la quinta pata al gato gusta leer el mundo a su manera, lo cual pasa por considerarlo tierra virgen en cada expedición exploratoria que lleva a cabo todas las mañanas al despuntar el día, justo cuando empieza la faena cachito y jugo mediantes en el abasto de la esquina, servidos por Joao, portu buena gente  y simpátiquísimo como ninguno.
    Según creo haber sugerido ya, y por ser un hombre libre, mi amigo le saca la lengua a ciertos órdenes preestablecidos. Ese pre en preestablecidos, claro está, tiene mucho de plancha y almidón, por lo que siempre es urgente, dice él, salirle al paso con una labor profunda de recreación a propósito de todo cuanto se anteponga entre él y su mirada. Como es lógico suponer, este re de recreación sí que resulta mucho más simpático que el malencarado pre, al que es bueno insuflarle dosis elevadas de anarquía para despeinarlo y desarreglarlo un poco mientras se le hacen cosquillas epistemológicas (perdonen el feo academicismo) a ver si sonríe y cambia por fin de semblante.
    Total, que la labor es ardua pero grata. Y ahora que lo pienso, recuerdo esa sentencia de Cortázar, quien a tono con todo esto llegó a arrojar una frase a quemarropa: “soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja del sueño”.


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