Recuerdo la primera vez que vi un pescado
en la nevera. En el pasillo del mercado un lugar mínimo exponía, como yo los
cuadros de ciertos cómics en mi habitación, cabezas de cerdo colgando de unos
ganchos en el techo, pollos recién sacrificados, conejos despanzurrados boca
arriba. Y justo en la esquina, a mi derecha, custodiado por trozos de jamón y
quesos, sobre un nicho de hielo
granizado estaba él, inmenso, con los ojos abiertos y la boca no cerrada por
completo.
El pescado parecía estar vivo aunque yo
intuía que era imposible. Sin embargo ahí lo veía, como recién salido del agua
y listo para saltar de su cama antártica y masticarme, engullirme, hacerme
presa de esas fauces sembradas de cuchillos como los que mi madre guardaba en
la cocina. Yo sabía que no podía estar vivo, claro, aunque tampoco juraría que
estaba muerto. Semejante incertidumbre, inasible para mi entendimiento, me
convertía en el niño más asustado de este mundo.
El pescado no dejaba de mirarme.
Sus ojos abiertos, opacos, únicamente se ocupaban de mí, de mí y de nadie más.
Darme cuenta de que yo colmaba el interés de aquel monstruo hacía que un frío
helado me recorriera hasta las uñas. Mientras mi madre pedía queso, un poco de
carne, salchichón o cosas así, yo me movía de un lado a otro, de un extremo a
otro del congelador para descubrir con pánico que, me ubicara donde me ubicara,
en cualquier punto de ese cuadrado minúsculo que implicaba aquel abasto el
pescado siempre estaba viéndome: sus ojos abiertos me seguían, absortos, con ese
brillo mate en la pupila que me recordaba a ciertos seres de ultratumba en las películas de horror vistas casi
siempre a escondidas.
Nada produjo tantas pesadillas como ese animal
medio vivo o medio muerto escudriñándome desde su abismo en el refrigerador.
Nada pudo quitarme el habla o entrecortarme la respiración al despertar
sudoroso a media noche más que esa bestia dispuesta a devorarme. Ni las brujas
de los cuentos, ni los fantasmas que vi en series de t.v. al deslizarme
sigiloso hasta la sala cuando el resto roncaba a pierna suelta, ni las
historias de Allan Poe que empecé a leer en la biblioteca de la escuela. Nada. El
miedo palpable, hecho materia y escamas, el miedo en su estado puro era el
pescado de ojos abiertos y dientes puntiagudos que acechaba mis pasos a lo
largo de la tienda.
Llegué a soñar mil veces con ese ser venido
quién sabe de dónde. Al intentar dormir, al meterme a la cama, sentía que
debajo navegaba el bicho con la boca semiabierta. Imaginaba que de un momento a
otro rozaría sus aletas contra mí, prueba suficiente de que andaba a un palmo
de mi cuerpo, a esas alturas convertido en una masa temblorosa. Sus ojos
descubrirían mi escondite, me adivinarían debajo de las sábanas, hallándome por
fin, condenándome a la perdición.
Luego de bastantes años, en estos días pasé
otra vez por el negocio de Don Pipo, el dueño, un italiano calvo y barrigón que gesticulaba
hasta con los codos. Todo ocupaba su lugar. La nevera, el olor inconfundible
del local, los pollos descuartizados,
los cerdos colgados de esos ganchos, los conejos abiertos, acostados panza
arriba y el pescado, el pescado ahí con su mirada sin tiempo ni memoria,
observando, con los ojos abiertos hurgando vaya uno a saber qué.
1 comentario:
¡Ja, ja! ¡Ni siquiera Allan Poe pudo competir con el pescado!
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