3/01/2013

El miedo


    Recuerdo la primera vez que vi un pescado en la nevera. En el pasillo del mercado un lugar mínimo exponía, como yo los cuadros de ciertos cómics en mi habitación, cabezas de cerdo colgando de unos ganchos en el techo, pollos recién sacrificados, conejos despanzurrados boca arriba. Y justo en la esquina, a mi derecha, custodiado por trozos de jamón y quesos,  sobre un nicho de hielo granizado estaba él, inmenso, con los ojos abiertos y la boca no cerrada por completo.
    El pescado parecía estar vivo aunque yo intuía que era imposible. Sin embargo ahí lo veía, como recién salido del agua y listo para saltar de su cama antártica y masticarme, engullirme, hacerme presa de esas fauces sembradas de cuchillos como los que mi madre guardaba en la cocina. Yo sabía que no podía estar vivo, claro, aunque tampoco juraría que estaba muerto. Semejante incertidumbre, inasible para mi entendimiento, me convertía en el niño más asustado de este mundo.
    El pescado no dejaba de mirarme. Sus ojos abiertos, opacos, únicamente se ocupaban de mí, de mí y de nadie más. Darme cuenta de que yo colmaba el interés de aquel monstruo hacía que un frío helado me recorriera hasta las uñas. Mientras mi madre pedía queso, un poco de carne, salchichón o cosas así, yo me movía de un lado a otro, de un extremo a otro del congelador para descubrir con pánico que, me ubicara donde me ubicara, en cualquier punto de ese cuadrado minúsculo que implicaba aquel abasto el pescado siempre estaba viéndome: sus ojos abiertos me seguían, absortos, con ese brillo mate en la pupila que me recordaba a ciertos seres de ultratumba en las películas de horror vistas casi siempre a escondidas.
    Nada produjo tantas pesadillas como ese animal medio vivo o medio muerto escudriñándome desde su abismo en el refrigerador. Nada pudo quitarme el habla o entrecortarme la respiración al despertar sudoroso a media noche más que esa bestia dispuesta a devorarme. Ni las brujas de los cuentos, ni los fantasmas que vi en series de t.v. al deslizarme sigiloso hasta la sala cuando el resto roncaba a pierna suelta, ni las historias de Allan Poe que empecé a leer en la biblioteca de la escuela. Nada. El miedo palpable, hecho materia y escamas, el miedo en su estado puro era el pescado de ojos abiertos y dientes puntiagudos que acechaba mis pasos a lo largo de la tienda.
    Llegué a soñar mil veces con ese ser venido quién sabe de dónde. Al intentar dormir, al meterme a la cama, sentía que debajo navegaba el bicho con la boca semiabierta. Imaginaba que de un momento a otro rozaría sus aletas contra mí, prueba suficiente de que andaba a un palmo de mi cuerpo, a esas alturas convertido en una masa temblorosa. Sus ojos descubrirían mi escondite, me adivinarían debajo de las sábanas, hallándome por fin, condenándome a la perdición.
    Luego de bastantes años, en estos días pasé otra vez por el negocio de Don Pipo, el dueño, un  italiano calvo y barrigón que gesticulaba hasta con los codos. Todo ocupaba su lugar. La nevera, el olor inconfundible del local,  los pollos descuartizados, los cerdos colgados de esos ganchos, los conejos abiertos, acostados panza arriba y el pescado, el pescado ahí con su mirada sin tiempo ni memoria, observando, con los ojos abiertos hurgando vaya uno a saber qué.

1 comentario:

Antolín Martínez dijo...

¡Ja, ja! ¡Ni siquiera Allan Poe pudo competir con el pescado!