La otra vez hablaba con Carlos Espinoza,
profesor bueno como pocos, sobre geografía, movimientos telúricos, escalas de
Richter y sismógrafos. Llegué a casa, encendí el televisor y miré con sorpresa
que informaban de un terremoto en Malasia. Al día siguiente mi hija pide que le
cuente qué diablos es un torbellino. Nos metemos en el tema, cojo un libro de
ciencias olvidado en la biblioteca desde mis años universitarios, y los vientos
planetarios hacen de las suyas. Alisios, bandas de lluvia, convergencias
intertropicales, zonas de baja presión, frentes fríos o calientes, todo
edulcorado con nombrecitos tan sugestivos como aterradores: Ophelia, Katrina,
Arlene, Cindy, Irene, verdaderas femmes
fatales de la climatología. Al amanecer oigo en la radio lo ocurrido: un
tornado arrasa varias islas del Caribe.
A veces pienso que soy el culpable de
ciertas ocurrencias. Terremotos, huracanes, incidentes menos espectaculares pero
no por ello menos graves como el de hace quince días, cuando noté a una anciana
caminando por la acera, al pie de un edificio, e imaginé el matero de un octavo
piso cayendo justo sobre su cabeza. Al instante fui testigo de cómo semejante
objeto le pulverizaba el parietal.
Leí en una revista que todo cuanto ocurre
guarda relación oculta o evidente con sucesos anteriores en apariencia
inconexos. Es decir, llueve en Tegucigalpa porque hay fenómenos ligados, sin
importar distancia y geografías, enmarañados, trenzados, y zas, ese aguacero en
verdad se originó en Montevideo. Y así. Experimentamos una constelación de
hechos que tejen una red, y según los entendidos las casualidades se
transforman entonces en causalidades. No negará usted que como realidad monda y
lironda, aquí el realismo mágico suelta babas en pañales.
Lo cierto es que mi sensación de
culpabilidad no cede. Veo un campo convertido en erial, pongamos por caso, un
maizal reducido a cenizas por el fuego, y tamaña realidad se me traduce en
muchos platos menos sobre mil y una mesas. Colorario: en dos o tres días me
entero sin sorpresa de otra mortandad por hambre en Bangladesh. Chapoteo en la
piscina con mis hijos, jugamos al gato y el ratón metidos en el agua, hago
oleaje con el cuerpo y con las manos, y el noticiero de las diez confirma lo
que temo: tsunami en el sudeste asiático.
En ocasiones me da por creer que cuando
tocan a la puerta y voy a abrir, aparecerá un policía con esposas y boleta para
detenerme. Luego, al ver que es el vecino quien viene por azúcar, recobro la
tranquilidad no sin antes percatarme de que la taza que se lleva es la
respuesta a cierta lógica inefable que en cuestión de un mes se materializará
en forma de diabetes. Hay que ver.
Lo anterior tiene su lado bueno: en vez de
imaginar inundaciones o maremotos bastaría suponer que ese florero con
gladiolas equivale a un sembradío de margaritas en lo que hasta ayer fue algún
campo de minas ruandés, o que el rayo de luz entre aquellas nubes grises será el
relumbrón de inteligencia necesario para que israelíes y palestinos acuerden la
paz definitiva. Pero qué va, es un ejercicio de lo más inútil, jamás dio los
resultados esperados. He comprobado en carne propia lo fácil que es lograr
vientos de trescientos kilómetros por hora en el Golfo de México a partir de lo
más nimio en Maturín, y lo imposible que termina siendo fumar la pipa de la paz
en cualquier sitio desde el humo que desprende mi Cohiba.
Enfrente unos pájaros se acercan, se
acurrucan, se acarician con sus picos, están jugando a los besos. Ojalá el
periódico diga mañana que el amor anda en las calles desatado, no sea que en su
lugar titulen que los gavilanes, esas aves de rapiña convertidas en ladrones o
en hijos de puta de cualquier pelaje, continúan
como si nada haciendo de las suyas y bien gracias. Ojalá, joder. Ojalá.
2 comentarios:
¡Cónfiro Roger! El efecto mariposa y tú ahí detrás, jugando a ser Thor entomólogo. A ver, imagínate algo relativo a dinero cuando leas esta nota, y nos repartimos a medias alguna lotería o algo similar que me beneficie, ah? Jaja, saludos.
Ya lo intenté, pero nada. Qué se le va a hacer!
Un abrazo Antolín, y gracias por leer.
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