Me siento a escribir. En este café que es
mi trinchera cojo un Balmoral entre los dedos, lo enciendo, doy algunas
bocanadas, dispongo las comas, distribuyo puntos y seguido, le tuerzo el cuello
a ciertos diálogos y muerdo el polvo cuando me da por reinventar metáforas.
Toca mi hombro varias veces para hacerme
reaccionar, para romper el cerco de concentración que construí entre la calle y
el ruido por un lado, y los folios, el lápiz y yo por el otro. La señora,
anciana ya, quiere leerme la mano. “Voy a decirte cosas buenas”, afirma
sonriendo.
Siempre me ha importado poco esa manía de andarse
uno adivinando el futuro. Nostradamus, Merlín, el brujo de la esquina y el horóscopo
tienen mucho de conservadores, guardan muy adentro la idea de dirigir los
hilos, controlarlos a placer, mantener el sistema a favor de la tranquilidad
que da otear el horizonte y espantar los moros de las costas. Y que me perdonen
los de la Nueva Era, los futurólogos de mil pelajes y otros sabuesos por el
estilo.
Medio mundo pagaría lo que no tiene con tal
de apaciguar incertidumbres. Yo tengo por bueno que ignorar el desenlace,
asistir al paso de los años con poquísimas certezas es gasolina con octanaje de
primera, es decir, vivir resulta entonces una aventura digna de corsarios de la
vida, de bucaneros de esta película en caliente que supone desgranar con pasión
el minutero.
“Voy a decirte cosas buenas”, repite de
pie, a un lado de mi asiento, sin apartar aún la mano de mi hombro. Yo debo ser
un bicho raro. Insisto: me importa medio rábano la lectura de la mano, o de la
borra o del tabaco. A veces pienso que en el afán por saberlo todo aquí y
ahora, de una buena vez porque somos impacientes y no hay que llegar tarde a la
oficina, pateamos las machorras bolas de cuanto es mejor labrar con pulso, de
cuanto es posible erigir a fuerza de tiempo y experiencia irrepetible
justamente gracias a la incógnita que ella trae consigo mientras la desmenuzamos
y la saboreamos.
Eso. Pues sabor. Cuestión de
sabor, y mire qué gastronómico se va poniendo el patio. Si usted me dice cosas
buenas, señora, le da un hachazo en medio de la frente al asunto que es vivir.
No me diga cosas buenas, y ni por asomo las malas, que tampoco es que sea yo un
practicante del sadismo como deporte extremo o cosa parecida. Deje mis manos en
su sitio, con el puro entre el índice y el medio, y ya le digo, prefiero usarlas
para acariciar las piernas de esa dama, o levantarle la falda a aquella otra, y
para nada ocuparme de sus líneas, callos, protuberancias y otros recovecos.
Si usted pide que ponga boca arriba la
palma de mi mano con la intención de echarle una leidita, yo le sugiero que abra
a García Márquez, Condorito, el periódico del día, a insulsos redomados como el
bueno de Coelho o E.L. James y páseles la vista, que algo queda. ¿Me acepta un
café? Cuénteme de arenas movedizas, de terrenos vírgenes e inexplorados, dígame
algo untado de adrenalina o de vértigo donde la seguridad vuele siempre en mil
pedazos. Hábleme del lado más oscuro, divertido, profundo y enigmático de toda
vida humana: el hecho de atravesar los días sin barómetro ni brújula, sin
aspirinas, certidumbres, chalecos antibalas o manuales para calentar la sopa. Le pido ese café, charlemos. Siéntese. Yo
invito.
1 comentario:
Porque no solo es excitante el punto de llegada, también lo es el viaje. Hay que degustar el viaje.
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