En tercer grado empecé a notar que ciertas
cosas no son lo que aparentan. La escuela, que hasta ese momento era un templo
digno de credibilidad a ciegas, mostró sus pies de barro, dejó salir el humo de
algunos enclenques argumentos.
Decía la maestra que el agua, fuente de
vida, incolora, inodora e insípida, se vestía de líquida, sólida o gaseosa
según las circunstancias. A los siete años no se anda uno con rebuscamientos,
lo cual fue pura verdad hasta que una tarde se hizo la luz, se encendieron
todos los bombillos, se me iluminó el entendimiento gracias a un suceso de lo
más curioso, tan vivo en la memoria que lo recuerdo aún con plena nitidez.
Tuve la certeza de que el agua era lo que
pregonaba la maestra, pero vislumbré además fantasmas en medio de la idea
cuadriculada que a propósito de ella traía el libro de ciencias. Comencé por
imaginar una gota, luego abrí el chorro del grifo, después la nevera para
hurgar botellas de agua mineral. Vi cubos de hielo en el congelador, vi la
lluvia a través de la ventana, vi el río Yocoima, miserable, fétido, apenas un
hilo en la Upata de esos años, vi los charcos en las calles, vi la piel húmeda
sobre tantas hojas al amanecer y vi lo que ocurría al girar el mango de la
ducha. Júrelo: el líquido vital, fuente de vida, inodoro, insaboro e incoloro,
así, tal cual, era una estafa.
Tuve para mí que la escuela escamoteaba la
virtud más extraordinaria de esa sustancia tan misteriosa. El agua pasó a ser un
elemento mágico, quizás materia proveniente quién sabe de dónde en cuyas
entrañas nacía, se materializaba, ganaba realidad lo imposible: el hecho de
que, como plastilina transparente, adoptara cualquier forma imaginable. Nunca,
jamás de los jamases mi maestra de tercero habló de semejante asunto, el más
apasionante, el más raro de cuanto guardé en lo más profundo luego de observar
y leer y leer y leer sobre el tema que terminó obsesionándome.
Fue la primera vez que me sentí estafado.
Maestra y escuela se pasaron al bando de los malos. Entonces me divertí a
placer, creí darme de cabeza con un descubrimiento sin igual, inesperado,
fabuloso. Me divertí horrores al observarla empozada, desapareciendo como por encantamiento en la cuenca de mi mano. Me sorprendió
una y otra vez averiguar cómo su fantasmagórico ser era capaz de camuflarse en
mil personajes, tan distintos, tan diversos, tan múltiples en apariencia. Mil
corporeidades llenas de todas las cosas, en una sola cosa. El agua fue la caja
de Pandora, en alguna ocasión me pareció
muñeca rusa, y más adelante, cuando leí aquel cuento de un tal Borges cuyo
nombre no me decía mucho, El Aleph,
pues nada, de inmediato una gota, de lluvia o de rocío o del lavamanos fue sin
dudas el punto donde todas las formas y todos los mundos confluyeron en el
mismo instante y lugar.
Han pasado muchos años y no pienso de modo
muy distinto. Se da un fenomenal aplastamiento
de las convenciones en esa molécula tan divertida que es el agua con que
chapoteamos, acomodamos el whisky, nos aseamos o regamos las margaritas todas
las mañanas. El tiempo se hace polvo, se desmigajan las décadas y esa chica no deja de
sorprenderme todavía. Póngase los ojos de muchacho y dése cuenta. Joder, es que
parece cosa de Merlín.
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