Hay gente que juega al ajedrez, al fútbol,
hay quienes cantan bingo los sábados por la noche mientras mastican canapés y
beben cócteles de parchita o de cereza. Un hombre juega a recordar, abre una lata
de salchichas, destapa una Coca-Cola, ppfffff, y se entrega a la tarea de
cambiar recuerdos como si fueran barajitas.
En la calle Roma número 43 vive un tipo más
bien joven cuya afición lo ha hecho feliz. Sabe, como tú o como yo, que la
memoria tiene mucho de cangrejo y nos arrastra hacia atrás, y entonces suspiramos,
y blablablá, lo cual es lo más fácil, claro, lo que no tiene chiste, eso que
todos hacemos con muy poco esfuerzo para bien o para mal. Pero ha aprendido
además que tiene bastante de caracol (resulta lenta, sí, maleable además), algo
de águila (podría elevarnos a alturas insospechadas, a zonas de verdadero vértigo), y es
sin duda un poco felina (nos obsequia imágenes soñadas, elegantísimas, sensuales
por donde las mires, como el andar de una pantera). Un hombre recuerda que por
esa mujer sufrió a corazón roto, recuerda los muertos de una guerra, lleva
adentro gestos de dolor o de abandono. Arroja los dados, juega a
los naipes con el olvido en la palma de la mano. Un grito revienta los
cristales, lleva en la espalda toda la tristeza de este mundo pero a la vez
explota en un cuadro de Munch, en los gritos del silencio, esa película que es
otra obra de arte, y así hasta el infinito.
El número 43 de la calle Roma es la
buhardilla de un hombre que cambia recuerdos como si fueran manzanas, que los
hace o los rehace en medio del humo de un tabaco y las notas de Béla Bartók
sobre el piano. Mientras alguien coge el presente por el mango del pasado, ese
hombre mira lo que ya se fue y trastoca imágenes, fragua la memoria a partir
del hoy convertido en voluntad. Un recuerdo es mentira y es verdad, es pieza
cinematográfica. Este hombre, en el 43 de la calle Roma, decide qué recordar y
qué no, cómo evocar y cómo darle un apretón de manos a la amnesia.
Un hombre ha descubierto que Borges (¿era
Borges?) tenía razón, que somos lo que
soñamos, o lo que imaginamos, es decir, lo que recordamos. Un hombre apuesta
por no olvidar lo que le da la gana, y lo que le da la gana termina por ocurrir
años atrás: llegó a ser cuanto añoraba desde las entrañas.
La verdad es que el asunto me parece
demasiado artificial, incluso falto de gracia, pero cada quien con sus líos. En
la calle Roma número 43 vive un personaje, puedo jurarlo frente a este crucifijo, que en vez de recordar al modo en que
lo hacemos llegó a inventar un mecanismo a su manera, cuestión nada fácil si a
ver vamos porque una cosa es ser sujeto de los recuerdos, como somos todos y se
acabó, y otra es ser sujetador de aquellos, noten por favor la diferencia.
Qué más da. Una vez me dio por seguirle la
corriente, por cambiar recuerdos a la usanza de un moderno tejedor de fábulas y
casi me quedo sin pasado. Por poco y termino sin nostalgias. Cuando le conté lo
sucedido recomendó que lo olvidara, que siguiera en mis empeños pero ya ven, no tengo espíritu para aventuras
así que desistí.
Anoche soñé con una amiga de la infancia,
uno de esos amores que a los nueve años son cenizas sin haber pasado por el
fuego. En el mismo sueño apareció Cristina, esa chica con cuerpo de guitarra
que me lazó a la calle de la amargura bien entrado ya en la adolescencia.
Quise practicar de nuevo, jugar a placer, cambiar de recuerdos a mi antojo.
Finalmente dije al diablo, me quedo con el pretérito perfecto y demás tiempos
afines tales como los conozco. Cada quien en lo suyo. Y hasta ahí llegué.
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