6/20/2013

Calle Roma, número 43



    Hay gente que juega al ajedrez, al fútbol, hay quienes cantan bingo los sábados por la noche mientras mastican canapés y beben cócteles de parchita o de cereza. Un hombre juega a recordar, abre una lata de salchichas, destapa una Coca-Cola, ppfffff, y se entrega a la tarea de cambiar recuerdos como si fueran barajitas.
    En la calle Roma número 43 vive un tipo más bien joven cuya afición lo ha hecho feliz. Sabe, como tú o como yo, que la memoria tiene mucho de cangrejo y nos arrastra hacia atrás, y entonces suspiramos, y blablablá, lo cual es lo más fácil, claro, lo que no tiene chiste, eso que todos hacemos con muy poco esfuerzo para bien o para mal. Pero ha aprendido además que tiene bastante de caracol (resulta lenta, sí, maleable además), algo de águila (podría elevarnos a alturas insospechadas, a zonas de verdadero vértigo), y es sin duda un poco felina (nos obsequia imágenes soñadas, elegantísimas, sensuales por donde las mires, como el andar de una pantera). Un hombre recuerda que por esa mujer sufrió a corazón roto, recuerda los muertos de una guerra, lleva adentro gestos de dolor o de abandono. Arroja los dados, juega a los naipes con el olvido en la palma de la mano. Un grito revienta los cristales, lleva en la espalda toda la tristeza de este mundo pero a la vez explota en un cuadro de Munch, en los gritos del silencio, esa película que es otra obra de arte, y así hasta el infinito.
    El número 43 de la calle Roma es la buhardilla de un hombre que cambia recuerdos como si fueran manzanas, que los hace o los rehace en medio del humo de un tabaco y las notas de Béla Bartók sobre el piano. Mientras alguien coge el presente por el mango del pasado, ese hombre mira lo que ya se fue y trastoca imágenes, fragua la memoria a partir del hoy convertido en voluntad. Un recuerdo es mentira y es verdad, es pieza cinematográfica. Este hombre, en el 43 de la calle Roma, decide qué recordar y qué no, cómo evocar y cómo darle un apretón de manos a la amnesia.
    Un hombre ha descubierto que Borges (¿era Borges?) tenía razón, que somos lo  que soñamos, o lo que imaginamos, es decir, lo que recordamos. Un hombre apuesta por no olvidar lo que le da la gana, y lo que le da la gana termina por ocurrir años atrás: llegó a ser cuanto añoraba desde las entrañas.
    La verdad es que el asunto me parece demasiado artificial, incluso falto de gracia, pero cada quien con sus líos. En la calle Roma número 43 vive un personaje, puedo jurarlo frente a este crucifijo, que en vez de recordar al modo en que lo hacemos llegó a inventar un mecanismo a su manera, cuestión nada fácil si a ver vamos porque una cosa es ser sujeto de los recuerdos, como somos todos y se acabó, y otra es ser sujetador de aquellos, noten por favor la diferencia.
    Qué más da. Una vez me dio por seguirle la corriente, por cambiar recuerdos a la usanza de un moderno tejedor de fábulas y casi me quedo sin pasado. Por poco y termino sin nostalgias. Cuando le conté lo sucedido recomendó que lo olvidara, que siguiera en mis empeños pero ya ven, no tengo espíritu para aventuras así que desistí.
    Anoche soñé con una amiga de la infancia, uno de esos amores que a los nueve años son cenizas sin haber pasado por el fuego. En el mismo sueño apareció Cristina, esa chica con cuerpo de guitarra que me lazó a la calle de la amargura bien entrado ya en la adolescencia. Quise practicar de nuevo, jugar a placer, cambiar de recuerdos a mi antojo. Finalmente dije al diablo, me quedo con el pretérito perfecto y demás tiempos afines tales como los conozco. Cada quien en lo suyo. Y hasta ahí llegué.

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