Me ha dado por leer nuevamente Rayuela y reencontrarme con el Julio que
conocí de adolescente. Abro al azar el libro, café sobre la mesa, Bermúdez
encendido entre el índice y el medio, y zas, capítulo setenta y tres, hallo la
historia del napolitano que estuvo años mirando y nada más que mirando un
tornillo sobre el suelo.
Hay de todo. Conocí una vez a un hombre
entregado por completo a la tarea de escudriñar atardeceres. Luego a otro capaz
de contemplar goteras -era su
especialidad- durante horas, y después a otro que observaba las formas de las
nubes siete días a la semana. Todos tenían fama de locos, pero la verdad es que
estaban más cuerdos que cualquiera. Existen tipos, raros de verdad, que pasan
décadas con el ojo pegado al microscopio, o con el culo fundido a una silla en
la oficina, o estudiando bichos media vida en las selvas africanas y nadie
grita al cielo ni pone en entredicho la salud mental de estos señores. Es que
somos de lo más extraños, por supuesto.
En alguna ocasión trabé amistad con cierta
joven literata que escribía ensayos con una pluma azul, novelas policíacas con
tinta roja y poesías muy logradas, claro, pero con bolígrafo negro. Cuando
trastocaba los lápices y cruzaba la receta el resultado era el desastre: poemas
novelados, ensayos con métrica asonante y otros disparates por el estilo.
Yo mismo guardo en la memoria experiencias
parecidas. En primer grado la maestra nos acostumbró a leer en el salón y para
ello cada quien, según su turno, cogía el libro y debía hacerlo en voz alta
frente a toda la clase. Si olvidaba el texto en casa y alguien me prestaba el suyo no podía hacer la tarea.
Sabía leer sólo en mi libro, en el mío y de nadie más. Por fortuna, con los
años superé el obstáculo de modo que hoy leo aquí y allá con relativa suficiencia
sin importarme de quién sea el ejemplar que sostengo entre las manos.
Recuerdo que en Rayuela al bueno de Oliveira le daba en ocasiones por dedicarse a
pensar en cosas absolutamente inútiles, método que al transcurrir el tiempo le pareció
cada vez más fecundo y necesario. Yo lo suscribo de pe a pa y hasta la última
coma por tratarse de una verdad que a través de vías alternas llegué a
experimentar desde hace mucho. Sí: pensar en cosas inútiles, según Oliveira; papar
moscas cualquier día y a cualquier hora, según mi filosofía. Moraleja y
conclusión: desfruncir el ceño, practicar el dulce placer de no hacer nada,
correr espantado de toda seriedad, de toda impostura adultísima, ceja enarcada
incluida, que hace de las suyas por el patio. En esas, exactamente en esas
ando. He dicho.
2 comentarios:
Lo certifico.
Saludos, Antolín!
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