Las palabras no sólo significan lo que
significan: dicen más que lo estrictamente lingüístico, lo cual ridiculiza al
diccionario. Pero más extraño aún es la relación que tienen con ciertos hechos,
con algunos elementos que también trascienden la mera cuestión idiomática.
Vamos a ver. Dices flor y semejante sonido
casi despide un aroma de jazmín, por poco impregna los espacios con el azahar.
Tú dices flor, repito, y esa cosa con pétalos, estambres, pistilo y gineceo no
puede existir bajo otro mantra, desaparece si deja de llamarse así. Imagina por
ejemplo que ese monosílabo tan perfumado fuese sustituido por axila, por tornillo,
por alambre o por sebáceo. ¿Lo ves? Una flor es una flor. Más allá queda el
caos y la locura.
Estoy convencido de que las palabras son
como una segunda piel, es decir, toman para sí el perfil, la forma, la
geografía total de cuanto tocan. La palabra mesa se parece al objeto mesa,
cerdo es idéntica a ese animal tan simpático, y así con refrigerador o
palangana. Las palabras terminan por robar tu identidad, qué le vas a hacer. El
asunto se complica, claro, justo cuando se atraviesa un dolor de cabeza como esternocleidomastoideo.
Yo he hecho algunos experimentos y créeme, los resultados dicen mucho acerca de
nosotros. Psicología y vocabulario andan agarraditos. Esternocleidomastoideo,
esternocleidomastoideo, esternocleidomastoideo, ¿en qué piensas tú con el esternocleidomastoideo
metido entre el velo del paladar y la punta de la lengua? ¿A qué puede
parecerse una palabreja tan extraña? La primera vez que la leí, por andar
hurgando en lo que no debía, tuve ante mis ojos
un puñado de glándulas apretujadas, trozos de piel sanguinolenta rodeada
de pellejos y demás asquerosas adherencias. Vislumbré una parte oculta de mi
cuerpo. Esternocleidomastoideo, fíjate,
es como el duodeno o el bazo, enigmas que sin embargo arrojan la apariencia que
las letras nos dibujan. No sé a ti, pero a mí me parece fascinante: ¿cómo
diablos es un bazo? ¿Qué aspecto le ponemos a la fisonomía del útil duodeno? La
maravilla nos habita y nos rodea.
Un carnicero tiene rostro de carnicero, ese
apelativo describe como nadie a quien lo lleva a cuestas. Un chofer tiene
nariz, mandíbula y orejas de chofer. La otra vez fui a una consulta médica y salí espantado porque
ese individuo, embutido en una bata, tenía tal cara de panadero que para qué te
cuento y vamos, por nada de este mundo iba a operarme con quien prepara el
campesino, el sobao o el de jamón.
Las palabras guardan sus misterios, que son
muchos, pero las verdades también salen a flote si nos empeñamos en hallarlas.
Las palabras hacen de las suyas todos los días y a cada rato, cuestión que me
llevó a tratarlas con cuidado, no vaya a ser que confunda gimnasia con magnesia
y termine como terminan tantos: ahorcados por un adjetivo con malas pulgas o
hechos polvo gracias a sustantivos amargados.
Tengo para mí que el lenguaje es un código
de códigos. Decimos dame una taza de café, pero también decimos infinitamente
más con su apariencia trivial e inocentona. Pensaba en el humor vítreo y en la
banda de mielina, pensaba en una glándula sudorípara. Me pasó por la cabeza el
páncreas, tan ceñudo él, tan serio, tan pancreático por donde lo mires. El
mundo es así, complejo, difícil, testarudo, casi tanto como las palabras. Qué
raro. Qué le vamos a hacer.
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