De niño pensaba que los relojes eran un
juguete más. Algunos de pilas y otros de cuerda, lo cierto es que a los cuatro
o cinco años ese artefacto me parecía el colmo de lo misterioso, extraño hasta
la saciedad, al punto de que cogí el de
pared, colgado en el comedor de una tía, lo desarmé como pude, hurgué todo lo
hurgable que pueda imaginarse en semejante objeto salido quién sabía de dónde,
hasta que alguien se acercó a la mesa para descubrir -lamentos, regaños y promesas de castigos
infernales proferidos de inmediato- cómo
manipulaba el cadáver de lo que momentos antes había sido “una reliquia traída
de las Islas Feroe”, según palabras de la buena hermana de mi padre.
Después de lo anterior ya no destartalé
relojes ni los consideré juguetes, o cuando menos no los tradicionales, pero
supuse que en ellos deambulaba, muy adentro, el tiempo dividido en horas,
minutos y segundos. Veía el reloj de pulsera de mamá, me topaba con el
despertador sobre la mesa de noche, observaba con curiosidad infinita las
agujas, allá en las alturas del campanario de la iglesia, y juraba que en algún
sitio secreto, en compartimentos llenos de telarañas, perdidos en el fondo de
cualquier reloj estarían tantos minutos o segundos como fuesen necesarios.
¿Cómo serían? ¿Qué forma tendría las cuatro y media? ¿A qué olería las tres en
punto? ¿Eran las horas unas señoronas gordas tal como las imaginaba?
El tiempo llegó a adquirir ribetes de
obsesión. Empecé a figurarme historias de miedo vinculadas con ciertos espectros
de la relojería universal. Al caer la tarde y a medida en que se aproximaran
las doce de la medianoche crecía en mí un desasosiego imposible de frenar. El
reloj también era cosa de brujas o fantasmas. Drácula metido en mi cuarto gracias
a la literatura y gracias, cómo no decirlo, al Casio que estrené ese año luego
de las fiestas navideñas.
Los segundos, los minutos y las horas
guindaban de las muñecas de la gente, se hallaban sin duda en aquellos aparatos
saturados de muñones ínfimos, tornillos diminutos y engranajes fantasiosos, es
decir, habitaban una geografía particular. Pero los años, lustros, décadas y
siglos implicaban ya otro asunto: exigían nuevas palabras, nombres diferentes
como calendario, almanaque y demás cuestiones por el estilo. Una hora no cabía en el
mes de agosto pero el mes de agosto, sumado a septiembre, entonces sí calzaba
sin problemas en la agenda del setenta y seis que mi viejo usaba para anotar
qué sé yo qué. En una agenda, fíjese, existía un año completo, entero de cabo a
rabo, en un lustro cinco, en un siglo cien, y en todos esos almanaques perdidos
que me tropezaba a veces en los desvanes o en las gavetas del cuarto de la
abuela, ¿cuánto, cuánto tiempo cabalgaba en ellos? ¿Cómo lo ocultaba el
calendario o de qué mágica manera se hallaba apretujado en el almanaque de la
Mueblería Troya?
Una vez le pregunté a mi padre y me miró
sonriendo. Contestó que a él también le llamaba la atención todo ese lío pero
que lamentaba no poder ayudarme: tuvo la mala fortuna de crecer sin develar el
enigma. “Y ya sabes, hijo, los adultos andan luego pendientes de otras cosas”.
La maestra también fue objeto de mis interrogantes, y como si mis inquietudes
no existieran, se limitó a decir que me estuviera quieto. La odié un montón
pero al tiempo la olvidé. Suelo perdonar, vivo sin rencores.
Juro que hice lo posible. Traté por todos
los medios de dar en el blanco, de descubrir la verdad, de encontrar una hora o
cuatro décadas o medio siglo agazapados, escondidos en algún lugar del reloj colgado
sobre el pizarrón verde, en el salón de tercer grado. Crecí y ya ven, no lo
logré. Me hice adulto pero no lo oculto: aún se arrastra en mí el gusanillo de
la duda. Todavía sigo buscando, quién sabe, a lo mejor un día de éstos el sol
sale para mí.
1 comentario:
Cuando sepas a qué saben las tres de la tarde me avisas, mi buen. JEJEJE. Me imagino que todavía te duelen los golés que te dieron por romper el relog de las Islas Feroe. saludos
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