7/18/2013

Tiempo

    De niño pensaba que los relojes eran un juguete más. Algunos de pilas y otros de cuerda, lo cierto es que a los cuatro o cinco años ese artefacto me parecía el colmo de lo misterioso, extraño hasta la saciedad, al punto  de que cogí el de pared, colgado en el comedor de una tía, lo desarmé como pude, hurgué todo lo hurgable que pueda imaginarse en semejante objeto salido quién sabía de dónde, hasta que alguien se acercó a la mesa para descubrir  -lamentos, regaños y promesas de castigos infernales proferidos de inmediato-  cómo manipulaba el cadáver de lo que momentos antes había sido “una reliquia traída de las Islas Feroe”, según palabras de la buena hermana de mi padre.
    Después de lo anterior ya no destartalé relojes ni los consideré juguetes, o cuando menos no los tradicionales, pero supuse que en ellos deambulaba, muy adentro, el tiempo dividido en horas, minutos y segundos. Veía el reloj de pulsera de mamá, me topaba con el despertador sobre la mesa de noche, observaba con curiosidad infinita las agujas, allá en las alturas del campanario de la iglesia, y juraba que en algún sitio secreto, en compartimentos llenos de telarañas, perdidos en el fondo de cualquier reloj estarían tantos minutos o segundos como fuesen necesarios. ¿Cómo serían? ¿Qué forma tendría las cuatro y media? ¿A qué olería las tres en punto? ¿Eran las horas unas señoronas gordas tal como las imaginaba?
    El tiempo llegó a adquirir ribetes de obsesión. Empecé a figurarme historias de miedo vinculadas con ciertos espectros de la relojería universal. Al caer la tarde y a medida en que se aproximaran las doce de la medianoche crecía en mí un desasosiego imposible de frenar. El reloj también era cosa de brujas o fantasmas. Drácula metido en mi cuarto gracias a la literatura y gracias, cómo no decirlo, al Casio que estrené ese año luego de las fiestas navideñas.
    Los segundos, los minutos y las horas guindaban de las muñecas de la gente, se hallaban sin duda en aquellos aparatos saturados de muñones ínfimos, tornillos diminutos y engranajes fantasiosos, es decir, habitaban una geografía particular. Pero los años, lustros, décadas y siglos implicaban ya otro asunto: exigían nuevas palabras, nombres diferentes como calendario, almanaque y demás cuestiones por el estilo. Una hora no cabía en el mes de agosto pero el mes de agosto, sumado a septiembre, entonces sí calzaba sin problemas en la agenda del setenta y seis que mi viejo usaba para anotar qué sé yo qué. En una agenda, fíjese, existía un año completo, entero de cabo a rabo, en un lustro cinco, en un siglo cien, y en todos esos almanaques perdidos que me tropezaba a veces en los desvanes o en las gavetas del cuarto de la abuela, ¿cuánto, cuánto tiempo cabalgaba en ellos? ¿Cómo lo ocultaba el calendario o de qué mágica manera se hallaba apretujado en el almanaque de la Mueblería Troya?
    Una vez le pregunté a mi padre y me miró sonriendo. Contestó que a él también le llamaba la atención todo ese lío pero que lamentaba no poder ayudarme: tuvo la mala fortuna de crecer sin develar el enigma. “Y ya sabes, hijo, los adultos andan luego pendientes de otras cosas”. La maestra también fue objeto de mis interrogantes, y como si mis inquietudes no existieran, se limitó a decir que me estuviera quieto. La odié un montón pero al tiempo la olvidé. Suelo perdonar, vivo sin rencores.
    Juro que hice lo posible. Traté por todos los medios de dar en el blanco, de descubrir la verdad, de encontrar una hora o cuatro décadas o medio siglo agazapados, escondidos en algún lugar del reloj colgado sobre el pizarrón verde, en el salón de tercer grado. Crecí y ya ven, no lo logré. Me hice adulto pero no lo oculto: aún se arrastra en mí el gusanillo de la duda. Todavía sigo buscando, quién sabe, a lo mejor un día de éstos el sol sale para mí.

1 comentario:

carlos espinoza dijo...

Cuando sepas a qué saben las tres de la tarde me avisas, mi buen. JEJEJE. Me imagino que todavía te duelen los golés que te dieron por romper el relog de las Islas Feroe. saludos