7/10/2013

Dedos



    Créame, hay extensiones de uno mismo con identidad particular. Me explico: existen partes de lo que somos que, llegado el tiempo, adquieren personalidad, cobran vida aparte, cuentan más de ellas que de nosotros, lo cual me llama mucho la atención.
    Por ejemplo los dedos. Llevo días observándolos. Andan por todas partes colgados de las manos y cada uno de ellos, junto a los otros nueve, se expresa a propósito del mundo en que vivimos. Y no es para menos, ¿quién en su sano juicio podría atravesar como si nada la polvareda que nos cubre?
    La otra vez, sentado en una mesa del café al que acudo con frecuencia, vi a una señora abriendo su cartera. Una señora abriendo su cartera es la imagen más cotidiana de este mundo, pero si te detienes un segundo, si pones el foco sobre el coro al que dan vida sus falanges, verás que hablan de lo lindo. Hay dedos nerviosos, hay otros serenos, casi monjes contemplando. Los he notado alegres, pensativos, ojerosos, lascivos, eufóricos, deprimidos. Hay de todo.
    No, no necesariamente lo que cuentan (en ocasiones cuentan de verdad: uno, dos, tres, suman o restan) es reflejo o copia fiel de Rodrigo, Juan o María. Ya lo he dicho, en conjunto adquieren autonomía y presencia, suficiente para obviar al organismo del que al fin y al cabo se desprenden como vitales excrecencias. Entonces me divierto siguiéndolos con la mirada y tengo la impresión, sin exagerar un ápice, de que se dan cuenta, de que me siguen la corriente, de que entrañan figuras, ritos, perfomances cuyo lenguaje es posible descifrar sin pongo el empeño necesario.
    Los dedos que acarician, esos que ascienden por las piernas de una dama, se detienen, navegan en círculos y continúan la cuesta hasta llegar al Paraíso, o los que abrazan un tabaco, sostienen una taza, golpean con insistencia la superficie de una mesa, los dedos, sí, recorren este mundo llevando en las espaldas a Luciano o a Martita mientras abren puertas y neveras, aprietan el gatillo o mueven el whisky con el hielo. Estamos equivocadísimos: ellos, ellos nos llevan, nos aguantan, vamos pegados como sanguijuelas, en absoluto lo contrario. Y no es lo mismo, desde luego, observarlos manipular el labial de una mujer, girar la rosca y lograr que suba el tubo de carmín, que verlos hurgar ciertas narices o percatarse de sus uñas, negras, sucias de tanto hacer innombrable. Cada meñique, pulgar o índice en lo suyo y se acabó.
    Lo cierto es que los noto ir y venir y justo entonces fijo la mirada en los míos. Se llevan bien con el bolígrafo que ahora mismo sirve para escribir lo que escribo, saben encender un Partagás, suelen ocuparse de otros menesteres que no pienso revelar aquí. Estoy seguro de que me ven llenos de intriga, de sorpresa y de espanto, y se burlan a veces, y se ríen a mandíbula batiente y bueno, quizás tengan ya una idea de cómo soy y cómo pienso y en qué ando, así como yo me he hecho con los años cierta imagen de qué les gusta y qué pretenden los muy cabrones con sus vidas.
    En fin, que sigo en mis trece sin mirar atrás. Un día de éstos voy a dar en el clavo, sabré a qué atenerme, el diálogo por fin florecerá. Mientras tanto continúo ojeándolos y nada, ellos con sus cosas, por supuesto, y yo con las mías, no faltaba más.

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