Créame, hay extensiones de uno mismo con
identidad particular. Me explico: existen partes de lo que somos que, llegado
el tiempo, adquieren personalidad, cobran vida aparte, cuentan más de ellas que
de nosotros, lo cual me llama mucho la atención.
Por ejemplo los dedos. Llevo días
observándolos. Andan por todas partes colgados de las manos y cada uno de
ellos, junto a los otros nueve, se expresa a propósito del mundo en que
vivimos. Y no es para menos, ¿quién en su sano juicio podría atravesar como si
nada la polvareda que nos cubre?
La otra vez, sentado en una mesa del café al
que acudo con frecuencia, vi a una señora abriendo su cartera. Una señora
abriendo su cartera es la imagen más cotidiana de este mundo, pero si te
detienes un segundo, si pones el foco sobre el coro al que dan vida sus
falanges, verás que hablan de lo lindo. Hay dedos nerviosos, hay otros serenos,
casi monjes contemplando. Los he notado alegres, pensativos, ojerosos,
lascivos, eufóricos, deprimidos. Hay de todo.
No, no necesariamente lo que cuentan (en
ocasiones cuentan de verdad: uno, dos, tres, suman o restan) es reflejo o copia
fiel de Rodrigo, Juan o María. Ya lo he dicho, en conjunto adquieren autonomía
y presencia, suficiente para obviar al organismo del que al fin y al cabo se
desprenden como vitales excrecencias. Entonces me divierto siguiéndolos con la
mirada y tengo la impresión, sin exagerar un ápice, de que se dan cuenta, de
que me siguen la corriente, de que entrañan figuras, ritos, perfomances cuyo
lenguaje es posible descifrar sin pongo el empeño necesario.
Los dedos que acarician, esos que ascienden
por las piernas de una dama, se detienen, navegan en círculos y continúan la
cuesta hasta llegar al Paraíso, o los que abrazan un tabaco, sostienen una
taza, golpean con insistencia la superficie de una mesa, los dedos, sí,
recorren este mundo llevando en las espaldas a Luciano o a Martita mientras
abren puertas y neveras, aprietan el gatillo o mueven el whisky con el hielo.
Estamos equivocadísimos: ellos, ellos nos llevan, nos aguantan, vamos pegados
como sanguijuelas, en absoluto lo contrario. Y no es lo mismo, desde luego,
observarlos manipular el labial de una mujer, girar la rosca y lograr que suba
el tubo de carmín, que verlos hurgar ciertas narices o percatarse de sus uñas,
negras, sucias de tanto hacer innombrable. Cada meñique, pulgar o índice en lo
suyo y se acabó.
Lo cierto es que los noto ir y venir y
justo entonces fijo la mirada en los míos. Se llevan bien con el bolígrafo que
ahora mismo sirve para escribir lo que escribo, saben encender un Partagás, suelen
ocuparse de otros menesteres que no pienso revelar aquí. Estoy seguro de que me
ven llenos de intriga, de sorpresa y de espanto, y se burlan a veces, y se ríen
a mandíbula batiente y bueno, quizás tengan ya una idea de cómo soy y cómo
pienso y en qué ando, así como yo me he hecho con los años cierta imagen de qué
les gusta y qué pretenden los muy cabrones con sus vidas.
En fin, que sigo en mis trece sin mirar
atrás. Un día de éstos voy a dar en el clavo, sabré a qué atenerme, el diálogo
por fin florecerá. Mientras tanto continúo ojeándolos y nada, ellos con sus
cosas, por supuesto, y yo con las mías, no faltaba más.
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