La gente es rara. Hay quienes odian a los
gatos porque sueltan pelos, por sus uñas afiladas que terminan arruinando
alfombras o sofás, por esa forma destemplada de gritar su amor a medianoche en
los tejados. A mí me parecen tiernas criaturitas que no hacen daño a nadie.
Tengo un pariente que, vaya uno a saber las
razones de semejante asunto, se parece mucho a su mascota. Ese señor es igualito
a su perro. Yo no poseo ninguna, pero me he convencido de que llevo algo de
felino, de que en lo más íntimo de nuestro fuero interno un gato y yo
compartimos más que el hecho de pertenecer a un mismo reino, el animal, y a una
misma clase, la mamífera.
Aprecian estar solos, la curiosidad les
chorrea por pelos y bigotes, se la pasan rumiando pensamientos que quién sabe
de dónde los sacan, como buscando explicaciones para ciertos problemas de la
vida. La verdad es que los gatos gozan contemplando el mundo, que a veces es durísimo
con ellos, pobrecitos, lo cual me hace creer que hasta son buenos filósofos,
cuestión que los eleva muchísimo más ante mis ojos, usted me entiende, por eso
de que yo también disfruto de lo lindo al encontrar con quién hablar de Kant,
de Platón o Schopenhauer. Hay que ver.
En fin, que me entristece un mundo cuando una
señora, por ejemplo, los espanta a zapatazos o los agarra por la cola para
echarlos de la sala. Tamaña injusticia sí que me hace hervir la sangre, más aún
considerando a tanto bueno para nada que deambula por el universo sin que un
taconazo termine cayéndole en el parietal. Asombra esa capacidad para
permanecer absortos, en plena reflexión sobre asuntos macanudos, dándose a la
tarea contemplativa como si fuese la última, como si ahí hallaran el Yin y el
Yan, el Logos absoluto, el Aleph borgeano, la respuesta a todas las preguntas y
qué sé yo qué más.
Los días que corren no son los mejores para
ellos, sobre todo si sacamos la cuenta y nos ponemos a ver la cantidad de
perros, hámsters o canarios que la mayoría prefiere antes que al silencio
misterioso de un gato que se echa en un rincón a lamerse las patas y las
garras. En el fondo lo comprendo, y es que la verdad sea dicha: un perro es un
súbdito cualquiera, una mascota como las demás. Pero un gato es todo lo que a
usted se le ocurra menos una compañía faldera, lisa y llanamente porque son librepensadores
de la cabeza a los pies. Ya quisiera buena cantidad de intelectuales en este
maltratado país, pongo por caso, gozar de la inteligencia y libertad de estos
bichos maulladores. Son unos libérrimos a tope, claro, y enamoradizos y
fiesteros y noctámbulos, casi diría que vividores al más puro estilo de un
Horacio con su Carpe Diem y toda la
parafernalia.
Hay mucho que aprender de estos muchachos,
por supuesto, cuestión que exige bastante paciencia y elevadas dosis de
trabajo, pero al fin y al cabo se puede, siempre se puede. En eso ando
últimamente. De resto, pues nada, me ocupo de las tonterías de siempre.
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